Oscar Emmanuel Perea Valdés

Sarita

Le ofrecí a Sarita comprarle un cigarro deseando que me lo aceptara, así por lo menos el cigarro también sabría cómo se siente ser consumido y torturado por ella. Sarita aceptó.

Ahí iba ella con su cigarro en la mano, un kilo de maquillaje en la cara y con un caminar a prisa, pero elegante y a su lado: yo. Yo que idolatro su cuerpo chiquito, sus caderas anchas, sus senos hermosos y sus ojos grandes.

Caminábamos rápido hacia su trabajo, sin hablar porque ella llevaba prisa y al parecer con la prisa mi voz se vuelve de lo más irritante. Llegamos a su trabajo temprano y ella saludo a algunos de sus compañeros, como no me presentó, yo solo estire la mano y con una sonrisa formal estreche la mano de quienes platicaban con mi pareja. Ella me dijo:

- Ya me voy
- Te quiero – contesté al momento que la abrazaba
- Sí

Me dio un pequeño beso y se fue.

Regresé a mi casa más o menos triste y en extremo frustrado, compré una buena cantidad de cerveza y bebí, bebí escuchando música y bebí hasta que vomité. Antes de vomitar me pude dar cuenta de que Sarita me hacía daño.

Al día siguiente me atacó una resaca severa, me puse una chamarra con las mangas rotas y el pantalón de mezclilla que uso diario, fui al baño a echarme agua en la cara (que es muy distinto a enjuagarse la cara), levante la mirada y vi mi espejo, vi mi barba con hoyos, normal entre vagabundos, mi cabello que crece como césped abandonado y unas ojeras grandes como de enfermo y pensé “Esta es la cara de alguien a quien todo le vale madres”.

Me encontré con Sarita en una plaza cercana a su trabajo. Estaba bien peinada, vestida casual, pero refinadamente, maquilladísima y parada en una pose reservada y sensual. Se veía como anfitriona de una fiesta de alta alcurnia, de esas a las que nunca he ido, de esas a las que ella asistiría gustosa. Yo era un mal lector, un escritor frustrado y un alcohólico y se me notaba.

Me compró el desayuno aunque yo no tenía hambre porque no quería comer sola.

- Ayer bebí – le dije – Bebí mucho
- ¿Porqué? – pregunto extrañada

“Porque me hiciste sentir miserable” hubiera sido la única respuesta honesta.

- Porque me dieron ganas – respondí finalmente
- ¿Y tomaste estando solo?
- Sí. Tuve tiempo para pensar.
- ¿Y qué pensaste?
- Que voy a escribir un cuento en donde la protagonista va a ser una cabrona.

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 23.08.2013.

 
 

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