Sara Cantalapiedra Cantalapiedra

Una Historia Sin Conocer



Ser únicamente tú mismo en un mundo que se esfuerza día y noche en cambiarte no es fácil. Hoy contaré la historia de un chico de 17 años, de la que todos nos deberíamos sentir culpables; hasta yo misma.

Le llamaban el Chico Cebolla, porque todo lo que escuchaba, contaba, o escribía era triste y hacía llorar. Vivía en una pequeña casita en un pueblo a las afueras de Madrid. Desde fuera, su hogar parecía de ensueño. La típica cabañita que las niñas querrían tener para jugar o esconderse. Pero era solo eso; una cabaña en la que solo había juegos de terror. ¿Qué habría detrás del Chico Cebolla? Yo me lo preguntaba a menudo, por lo que imagino que los demás que le veían por la calle, también. Caminaba arrastrando los pies, como si nada ni nadie le impulsara a seguir en pie a diario; como si ya nada le importara. Ahora entiendo cómo se sentía. Para él, los días eran noches; solo pensaba en un lugar lejos de aquí. Un papel que le comprendió, pero demasiado callado cómo para aconsejarle o animarle.

En el colegio era evidente que no lo pasaba bine. Sus calificaciones habían bajado notablemente y en el recreo estaba muy inquieto. Tampoco era de extrañar, nadie le trataba bien, le miraban raro y se compenetraban para hacerle sentir mal. Yo lo veía. Todos lo veíamos. Cada mañana llegaba el Chico Cebolla alicaído a clase y yo no sabía que hacer, me daba miedo hablarle, molestarle o incomodarle. Como yo, había muchos otros. Se metió con quien no debía, ya nada le importaba. Volvía a casa con maratones y el labio roto. Nadie le decía nada; los porros le consumían y ya poco se le veía por la calle.

Entonces me enteré. Sus padres discutían a diario y él había decidido vivir con su abuelo, al que yo había visto solo un par de veces y hacía ya tiempo. La edad va dejando huella y su abuelo había enfermado. El estrés le consumió. El Chico Cebolla se peleaba a diario y a la salida de clase se drogaba. no comía, no dormía, las ojeras y las bolsas eran cada vez más marcadas.

Un día, el Chico Cebolla llegó a clase sin libros, sin material, sin nada, y el profesor le regañó. Le recriminó y le humilló por sus malas calificaciones y el Chico Cebolla se levantó y empezó a gritar. Siempre estuvo callado hasta ese día y todos nos sorprendimos.
-Ya no puedo más. Sí, hoy hablaré para deciros algo a todos. No valéis nada. No creo que tenga nada más que decir.-
A continuación, golpeó la pared y con el puño izquierdo sangrando salió por la puerta. Todos nos quedamos callados. Yo me sentí mal, peor que nunca. Tan endeble y vulnerable el Chico Cebolla nos había dado una lección a todos. Pero el daño era irreversible. Esa misma tarde nos enteramos de que su abuelo había fallecido.

Esta vez no me quedaría sin hacer nada mientras el Chico Cebolla se hundía. Corrí hacia su casa sin que nadie me detuviese, sin pensar. A medida que me acercaba veía cada vez a más gente . Cuando llegué a la calle donde él vivía , vi una ambulancia. Me acerqué más y entonces le vi. Se había suicidado. La ambulancia, yo, todos llegamos tarde. Su vida fue libertad maldita; intentó huir de todo, hasta de sí mismo. Cuando conseguí colarme en su casa, un escalofrío recorrió mi cuerpo. La soledad había invadido ese lugar. Por una vez el mundo calló, aunque para ello hizo falta la muerte del Chico Cebolla. Él solo necesitaba unas mentes dispuestas a escuchar. Salir de esa soledad durante un momento. Sentirse alguien en aquel mundo tan complicado. En su escritorio había una nota. "Si así estaré bien, prefiero estar solo". En la pared había fotos de cuando él era pequeño con sus padres; también tenía una pared entera con fotos de su abuelo. En la pared del Chico Cebolla había una frase que se quedó grabada en mi mente . " No estoy loco, solo me gusta soñar" Pobre Chico Cebolla, diecisiete años de su vida, diecisiete años de monólogo, sin nadie que le abrazara o le preguntase que si estaba bien.

En la puerta vi una foto de clase. Ahí, al fondo a la izquierda estaba yo, y junto a mí todos mis compañeros. El que estuvo y y ya no está es el Chico Cebolla. No parecía la habitación de este chico, ya que parecía que tenía tantas personas a las que recurrir...Sueño. Esa habitación era su sueño. Un sueño que, al verlo y sentirlo tan lejos, no le llenó lo suficiente como para seguir adelante. La historia de este joven la conoce ahora mucha gente, y se hablará de ello por la novedad, pero ¿se hablará de cómo se sintió para haber cometido tal atrocidad? No lo creo. En unas semanas su nombre caerá en el olvido, como antes de su muerte. Nadie estuvo ahí para él, ni estará para recordarle. Yo escribo esta historia para que, quien la lea, no permita que algo así vuelva a pasar, y para que no sientan indiferencia.

Aprender a perdonarse no es fácil. A veces luchamos contra los remordimientos de los errores cometidos y contra el rencor y la vergüenza de no ser quien esperábamos ser. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que los mayores arrepentimientos no son de lo que hemos hecho o dicho, si no de lo que nunca hicimos. Todos, absolutamente todos los que vimos mal al Chico Cebolla y no hicimos nada, los que no hablamos cuando él estaba callado pensando lo poco que valía y lo cruel que era este mundo, todos nosotros somos culpables. Porque le dimos la razón. Hicimos que su vida fuera vacía y nadie le dio esperanzas de cambiar. A mí ya solo me queda la conciencia, pero muchos olvidarán lo que ha pasado, y las cosas que quedan en el olvido siempre vuelven a ocurrir. Tenemos que demostrare al Chico Cebolla que se equivocó.

SARA C.

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 16.05.2013.

 
 

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