Juan Carlos González Martín

La garita maldita

 

Yo pertenecía al batallón “Asturias 31” del la base militar “El goloso”. Estaba haciendo el
servicio militar. La mili, como se diría antiguamente. La base estaba a las afueras de
Alcobendas, que era el pueblo más cercano. Estaba rodeada básicamente de campo. En medio
del campo y bastante cerca de la base también había un convento. Después de este había una
carretera y al otro lado había una universidad. Es lo único que había en un par de kilómetros a la
redonda. La verdad es que por la noche daba miedo todo aquello. Mi compañía era la 2ª
compañía del batallón, que éramos todos fusileros. Es decir, todo el día para arriba y para
abajo con un fusil en el brazo. Durante el día hacíamos todo lo que se suponía que debíamos
hacer. Lo que nos mandaban. Correr varios kilómetros vestidos de gimnasia. Andar largas
caminatas vestidos de rambo con el fusil en la mano. Parte de estas caminatas las hacíamos
tumbados, arrastrándonos sobre nosotros mismos como si fuésemos serpientes o sabandijas.
Después de comer no nos quedaban ganas de nada prácticamente. Ir a la cantina y beber hasta
la hora de la cena. Esto eran los días normales. Pero todo cambiaba cuando nos tocaba hacer
guardia por la noche. Las guardias consistían en estar tú solo dos horas en una especie de
caseta enana en la que solo cabía una persona y de pie. No te podías sentar y mucho menos tumbarte.
En eso consistía, en estar de guardia. Había garitas por todo el perímetro de la base. Una parte
del perímetro estaba cerca de los edificios en los que dormíamos, comíamos, etc. pero la otra
parte estaba más alejada. Las garitas de ese lado casi llegaban hasta el convento. Hacer
guardias en esas garitas acojonaba bastante. A una de esas garitas, los oficiales la habían
denominado “la garita arrestada”. Eso implicaba que no se podía hacer guardia en ella. Ni
siquiera entrar. De hecho, tenía una especie de cordón policial en la puerta para que nadie la
franquease. Nadie sabía por qué esa garita estaba arrestada.
¿Qué podía haber hecho una garita para que la arrestasen?
Yo ya había estado de guardia muchas veces, pero nunca en las garitas del lado lejano del
perímetro, pero claro, algún día tenía que ser el primero. Me toco la peor noche que me podía
haber tocado. Por el día ya me di cuenta de que estaba nublado y, efectivamente, por la noche
empezó a llover. La primera guardia me tocaba de dos a cuatro de la mañana. La segunda, de
seis a ocho, que era la última de la noche. De doce a dos y de cuatro a seis le tocaba a un
compañero. Había una sala donde nos juntábamos la gente que tenía guardia. Al principio de
la noche nos juntábamos todos en esa sala y desde allí íbamos a cenar. Después de la cena
volvíamos a la sala a esperar las doce, que era cuando empezábamos con las guardias. Todo
esto, equipados como si hubiese empezado la tercera guerra mundial.
Llegaron las doce y el sargento vino para llevarse a los primeros. En la sala, en total éramos
ocho. Dos para cada una de las cuatro garitas que había en la zona sur de la base. Las garitas
alejadas. Deberían ser cinco pero una de ellas estaba “arrestada”.
Los cuatro primeros se fueron y los otros cuatro nos quedamos allí jugando a las cartas y
pasando el rato.
La verdad es que no me hacía ni puta gracia tener que estar cuatro horas allí solo, perdido en
medio del jodido campo en esa especie de caseta y, encima, con la garita arrestada cerca. Por
lo menos tenía un fusil, por si acaso a alguien le daba por tocarme los cojones.
Las dos primeras horas pasaron volando. Vino el sargento a recogernos a los cuatro y nos
fuimos con él. Nos iba dejando uno a uno en cada garita y recogía a los que ya estaban allí. Las
garitas estaban alejadas entre sí lo suficiente como para que pareciera que estabas solo en toda
la puta base.
La mía era la última. La más alejada. Iba yo solo con el sargento. De camino pasamos por la
garita arrestada. Pasar por su lado me dio una sensación extraña. Como un escalofrío. No quise
mirar dentro.
Finalmente llegamos a mi garita. Mi compañero José estaba dentro pero salió muy rápido en
cuanto nos hoyo llegar. Le noté un poco raro. Le saludé tocándole el brazo. Él y el sargento
dieron media vuelta y se alejaron por entre la maleza.
En ese momento no llovía así que me quedé fuera de la garita dando pasos de un lado al otro,
pero rápido me cansé. Me apoye en la mini caseta, pero seguía estando fuera. Noté que empezó a
llover. No me quedó más remedio que meterme dentro. No me gustaba ver la perspectiva del
campo oscuro desde dentro de la garita. Es como si fuese algo a atacarme y no pudiese
defenderme por estar allí dentro. Pasó un rato y estaba aburrido. Apoyé la espalda en la parte
trasera de la garita. Empecé a entrar en un estado de sopor. Tenía calientes las orejas y el calor
se me extendió por toda la cara. Noté que me estaba quedando dormido. Justo mis ojos se
cerraron y cuando mi cabeza iba a ceder debido al peso, algo al lado de mí me susurro al oído:
-¡DANI!-
Fue un susurro pero a la vez fue como un grito. Me quedé en alerta absoluta. Miré a mi
alrededor. No había nadie. En esa puta garita no cabía nadie más. Salí fuera. No había nadie.
Rodeé la garita. No había nadie. Pregunté en voz alta:
-¿Hay alguien ahí?-
No había nadie. Además, aunque hubiese alguien de la base, no me cuadraba que me hubiesen
llamado por mi nombre. En el ejército todo el mundo te conoce por el apellido. Muy pocos por
el nombre. De hecho, llevábamos el apellido en un trozo de tela bordado en la parte alta de la camisa.
Miré el reloj. Quedaban cuarenta y cinco minutos para que se acabara mi turno. Cargué el fusil
y me quedé fuera de la garita, aunque seguía chispeando.
Llegó el sargento con mi compañero. Mi compañero y yo nos miramos con unas caras entre
miedo y complicidad.
Ahora le tocaba a él.
De nuevo me encontraba en la sala de descanso jugando a las cartas cuando, de repente, se
oyen dos disparos.
¡PAM!¡PAM!
El sargento entra de sopetón y nos dice que cojamos las armas y le acompañemos. El sonido
provenía de la garita en la que había estado yo haciendo guardia. Los tiros los había pegado mi
compañero. Llegamos allí. Estaba pálido. Decía que había visto personas rodeándole, o algo
así. Rodeamos todo el perímetro y no había nadie extraño ni vimos nada. La verdad es que no
se le entendía muy bien a mi compañero. No dio datos concretos de lo que había visto. Se lo
llevaron. Muy a mi pesar, me toco reemplazarle el resto de la puta noche. No quería quedarme allí solo,
pero no podía decirle a mi sargento que tenía miedo.
De pronto, volví a estar solo en esa garita del infierno.
Por supuesto, me quedé fuera, con el fusil cargado y con ojos en la espalda. Eran
las cinco de la mañana y me quedaban tres horas de estar allí. Cada minuto lo pasé pensando
en que vería u oiría algo extraño, pero no pasó nada. Llegaron las ocho y el amanecer. Mi
sargento llegó con la ronda y me llevó de vuelta a la base. Cuando pasé por al lado de la garita
arrestada me pudo la curiosidad y me detuve un momento para mirar en el interior.
En eltecho se podía ver un agujero sospechoso.
Más tarde me enteré que aquella garita estaba arrestada por que en su interior se había suicidado un joven hacía unos meses.
A mi compañero José lo internaron en la zona psiquiátrica del hospital militar y yo sigo
exprimiéndome los sesos pensando en ese susurro, angelical o demoníaco, quien sabe, que me
llamó al oído por mi nombre.

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 18.02.2011.

 
 

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