Maria Teresa Aláez García

Volcado

Abro una espita. Sale humo.
Abro otra. Sale agua negra, sucia, maloliente.
Abro la tercera y me da asco de mí. Qué repugnante.
Sólo veo esas miradas torvas, laterales, de desprecio. De evitación.

Lo veo con el pelo oscurecido, la barba de una semana, la mirada seca y descuidada. El odio, la paciencia, la manía, la intolerancia. El gesto de desagrado.  La desidia en su cuerpo, en sus manos, en su cabello, en sus mejillas. El hastío en los movimientos de sus modales. El egoísmo en sus intenciones. Las situaciones embarazosas en todos sus movimientos. Nada más que las actuaciones que sirven para conseguir resultados inmediatos para sí mismo, son satisfactorias. El resto son ignominiosas. Pobre, pobre de quien le afee su actitud. No sólo habla con una plancha férrea y sorda sino que en un futuro habrá de afrontar sus palabras ante quien es como él y no entiendo más que su egoísmo y sus procederes. No entienden que las personas pueden dar marcha atrás en sus decisiones y corregirse. No comprenden la flexibilidad, la fluctuación en los demás. Sólo aplican para sí mismos y para quienes son como ellos los dones buenos pero no para quienes son distintos, para quienes ellos no comprenden, para quienes no son sus semejantes. Son personas retorcidas, son personas que guardan un nido de culebras en su vientre y otro de víboras en su cerebro. Que piensan que su actitud está bien por haberla pensado ellas mismas pero no soportan que miren lo negativo de su actitud y si ellos encuentran una respuesta negativa en ellos mismos, se ponen de buen rollito y lo toman a broma. Para cuando esto ocurre ya han tirado un saco de piedras y han escondido sus manos.

Entran por mis poros con lacerante ignominia las mujeres con las bocas de comisuras bajas, bocas de tiburón, despreciables. La gente que sólo quiere el mundo a su medida y no quiere otras medidas que las de su mundo y de quienes son como ellos. La evitación no pasa desapercibida. Quiebra la sonrisa y golpea el corazón cuando tras el saludo cordial, la esfinge pasa de largo como si no hubiera visto y escuchado nada. La misma esfinge que se vuelve persona cuando requiere algo que no tiene y que necesita urgentemente.

La mentira. ¡¡Ah la mentira!! La codicia, las trampas. Yo quiero ver a mi prójimo y lo invito para que me regale, para que me atienda, para que me de.  Si me falla en eso me falla para todo.

Pobre de él como haga algo que lo pueda llevar a la fama, a la fortuna o a algo superior a mí. Entonces le buscaré las cosquillas. No puede ser mejor que yo, no puede sobresalir por nada superior a mí. Le desprecio y no me gusta así que de ningún modo ha de subir al emporio. Es feo, viejo, necio. Tiene cosas que he visto siempre mal y por esas cosas ha de estar debajo de mi pie, sufrir y padecer. Yo he de tenerlo todo bueno o aspirar a tener lo mejor y si no lo tengo me lo compro y para mi lo demás no tiene validez si no soy yo mismo. Así que me las ingeniaré para que lo defectos desaparezcan porque yo los tengo, por dentro o por fuera.

Paredes grises, sucias, azules, desconchadas, mal encaladas, repintadas, grumosas, veteadas de chorretones, lagrimones de brea ennegrecida, de grasa pardusca, de sangre seca y retorcida, de tinta dorada y amarillenta, de vómitos verdosos, de restos de leche. Ventanas amplias, ventanales con miles de pequeños vidrios cuadrados en soportes oxidados y medio retorcidos, huecos vacíos o con restos puntiagudos de cristal brillante, mamparas nubladas de lluvias de años, de brumas matutinas, de gotas de arena y agua, de dedos llenos de curiosidad o de delitos. Orificios ganados a la inocencia, realizados con la complicidad del egoísmo y la codicia o de la venganza y la ofensa, desquites de rabia antigua, tan antigua que ni se sabe ni por qué ni cuando comenzó el ansia por dejar las cosas en su lugar.  Puertas desvencijadas, desentablilladas, de pomos redondos o alargados, repintados una  y otra vez de blanco, de verde, de azul, de amarillo. Las patadas, los puñetazos, los empujones, los esquinazos han dejado su muda presencia en sus carnes de savia y de corteza. Los suelos, cunas de cascotes que han dejado de ser vigías de los techos de los hombres y descansan en el reposo eterno de quienes no han sido nada. Losas de colores o con formas de rayas, de flores o de puntos. Losas azules, blancas, verdes, coloradas, terrosas, negras, rosadas incluso y tierra, arena, desechos de animales racionales  e irracionales en los lugares más inesperados, como signo de trofeo o de vergüenza. Marcas de arañazos, de esperanzas arrancadas, de deformación racial, facial y sentimental contenida en años de paciencia, laboriosidad, competitividad, perseverancia que en unos segundos de bolígrafo conciliador y escritor de falacias  y destrozador de  familias y vidas enteras colapsaron las vías de continuidad existentes y dejaron sin futuro ojos de ríos con cuencas resecadas.

El cansancio se arrastra a las seis de la mañana por el suelo de un planeta que se niega a girar más rápido porque le duele el amanecer. La pereza busca puntos de ajuste para no perder la costumbre de mantener sus ejércitos de parásitos en tensión, relajados, quietos y que no le recuerden lo mucho, muchísimo que hay para hacer. Es contraproducente.

La crueldad. La crueldad de quien no ha conocido más que su propio capricho, la satisfacción de su propia necesidad, el desahogo de su propio capricho, el beneficio de su deseo. Que no pregunta, que no mira al otro si no es para usarlo en su provecho o para sacar algo de él. Que no tiene reparos en dejar al otro morir de hambre para saciarse, matarlo o torturarlo para divertirse o para sonsacar, para robar, para lucirse, para entretenerse, para obedecer órdenes entorpecedoras y locas como las del mar menor colocadas en labios necios y hablando de seres humanos.

Seres humanos.

Todos somos seres humanos. Todos somos necios, todos somos sabios. Todos somos libres y todos somos esclavos. Todos somos grandes y todos somos pequeños. Todos somos listos y todos somos tontos. Todos somos cretinos y todos somos sensatos. Todos somos iguales. Todos tenemos necesidades, tenemos derechos y tenemos obligaciones. Todos somos susceptibles de dominar y de ser dominados, de torturar y ser torturados, de asesinar y de ser asesinados, de alienar y de ser alienados.

Miro el espejo.

Miro la imagen denigrante, esperpéntica, vieja, miserable, oscilante, injuriosa que me presenta. Es una imagen monstruosa, destructiva, inquisidora, espantosa, deforme, agresiva, ostentosa, obesa, obsesa, demoledora, fea, inconcebible, negligente, prepotente, inmensa, transatlántica, abastecedora de males, antídoto contra todo mal deseo, inhibidora del agrado, abridora de necedades, descomponedora de la belleza, asesina del ingenio, fustradora de trivialidades y alegrías necesarias y cotidianas, traumatizadota de mentes ingenuas y de edades infantiles, manipuladora oculta de deseos no cumplidos. Mentirosa.

Mentirosa. Mentidera. Doña falacia, Contrasentido.

Los contrasentidos y los sinsentidos caminan lentamente al borde de la realidad, de lo onírico y del infierno. El cielo existe dentro de la ilusión onírica porque es una falacia de escape. El cielo es la imagen equilibradora para poder seguir soportando la realidad colocando un fundamento falaz para soportarla. La imagen es azul y la realidad verde para sentir esperanza.

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 11.04.2008.

 
 

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