Maria Teresa Aláez García

Jugando a ser ángel.

No podía.

No podía soportarlo más.

Era una puñalada en la caverna de mis sueños, era arrancarme y cambiarme de lugar el pecho y la garganta, era hundir mi rostro en mi estómago y hacerlo salir por mis clavículas, era no saber dónde colocarme y desear huir escondiéndome entre la gente.

Y salí. Salí a la noche, salí al vacío, salté a la nada.

Y nada me volví.

Nada.

Absolutamente nada.

Nada en medio de la oscuridad. Nadie en medio del silencio. Nada entre la gente, nada en la luz, nada en el viento. Nadie en la sombra. Nadie en la tiniebla, nada en la boira.

Siendo nada, me hice pequeña.

Siendo nadie me hice liviana.

Y sin ser, no estuve y por lo tanto, reconocí la inmensidad. Así que entré de lleno en ella.

Y sin ser, no sentí miedo del universo, me sentí en él. No sentí la grandeza que me rodeaba sino parte de ella. No sentí la luz ni el calor sino el movimiento del planeta. No sentí la gravedad sino el arco itinerante de la atmósfera y el alejamiento progresivo del sol.

En aquel límite, sentí la necesidad de sentarme y observar lo que había bajo mis pies. De todos modos... no tenía pies. No tenia voz, no tenia palabra y únicamente podía observar y seguir mi camino. Así lo hice.

Ví lo que me ahogaba, lo que me angustiaba. Reconocí al ser humano, reconocí lo vacíos que eran sus actos pero lo dañino que era el seguir esos mismos actos y el valorarlos. Reconocí los montes, reconocí los mares, reconocí los desiertos y reconocí los hielos.  Reconocí los destinos, reconocí el alma de los futuros, reconocí la ansiedad de los pasados, reconocí lo ignoto y abandonado.

Paulatinamente iba acercándome al sol y la diferencia era evidente, según y cómo la luz incidía sobre lo ignorado. Y llegó un momento en que la luz me cegó y el calor se me hizo tan insoportable que me hizo ser alguien y huí.

Así que me amparé en la bruma de la madrugada y en los brillos del crepúsculo para mantener mi ignorada existencia. Y encontré el viaje de mis palabras en el aire, en la brisa, en la suavidad y en el movimiento. Asi que envié todo lo que había aprendido desde la altura y que había conservado entre mis manos, para ayudar desde la inexistencia a colocar cada cosa en cada momento y en cada lugar.

El bagaje cayó sobre la tierra y cual fino cristal de Murano, hizo surgir todas las estrellas de universo en cada brillo de sus pedazos. Y cada ser humano que pasaba, recogió cada pedazo, o pasó de largo, o lo deshechó por inútil, pasando hacia otro ser humano o perdiéndose en el tiempo.

Fue una lástima despertar...

Fue magnífico seguir observando más de cerca... y poder jugar a reunir todas las piezas.

Fue ilusorio soñar con ser un ángel...
 
Mejor...
 
Vivirlo ...

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 13.09.2006.

 
 

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