Jona Umaes

Mi vecina de enfrente

          Hacía poco tiempo que me había independizado. Alquilé un piso cerca del centro de la ciudad y bien comunicado. Más que la vivienda, lo que me hizo decidirme fue la ubicación. Lo tenía todo a mano, podía ir a pie hacia el corazón de la ciudad y plantarme en 15 minutos. El edificio no era muy elevado, tenía tres plantas, dos vecinos en cada una. En el portal pocas veces me topaba con alguno. La primera vez fue con una chica algo más joven que yo. Resultó ser mi vecina de enfrente. Yo siempre he sido corto en palabras por lo que solo la saludé con un “Buenos días”. Ella, sin embargo, no se conformó con la deferencia y comenzó a hablar conmigo como si lo hiciera con un conocido.

 

―¿Vives aquí? Nunca te había visto.

―Sí, me acabo de mudar, en el 2º.

―¡Anda! ¡Vamos a ser vecinos! Yo también vivo en esa planta. ¿Y de dónde vienes?

―De Pizarra, vivía con mis padres allí. Hace poco que terminé la carrera y acabo de empezar en el trabajo.

―Bueno, pues ya hablamos en otro momento. Tengo que marcharme. ¡Encantada!

―Igualmente.

 

          La chica salió del portal y yo subí con el pan a casa. Me alegré de tener una vecina tan simpática y por otro lado, ¡no estaba nada mal! Se veía que se cuidaba, parecía tener un halo de seguridad en sí misma que se percibía al instante.

          No sé por qué, pero desde siempre he tenido el don de la inoportunidad. Es algo que sigo sin poder evitar, y aunque hace tiempo que lo he aceptado, encontrarme en esas situaciones incómodas me sigo produciendo primero malestar y luego me hace partirme de la risa pensando solo en lo ocurrido. Estaba cocinando unos filetes de ternera para cenar y cuál fue mi sorpresa que se me había acabado la sal. No podía comerme la carne sosa. Como sabía que la pimienta era un buen sustituto le eché un poco. Pero no, no me convenció, necesitaba sal y ya era tarde para comprar. Se me ocurrió que podía pedirle a mi vecina.

          Toqué al timbre, pero nadie me habría. Esperé un poco y solo de pensar en los filetes que no me iba a poder comer, hizo que insistiera con el timbre. De repente se abrió la puerta y salió mi vecina con los pelos algo revueltos y un salto de cama que casi hace que se me salieran de órbita los ojos. Me recompuse como pude y fijé la vista en su rostro.

 

―Perdona, sé que es algo tarde, pero es que me he quedado sin sal y odio cenar la carne sosa. ¿No podrías dejarme un poco? ―Ella, con cara de incredulidad, hizo una mueca con la boca. Tras ella apareció un negro desnudo con un rabo de elefante que se dirigió en sentido contrario a nosotros con el culo prieto y danzante.

―Ejem, sí claro. Tengo sal. Un momento, ahora te la traigo. ―entornó un poco la puerta y apareció al rato con un salero―. Quédatelo y me lo devuelves mañana, ¿vale?

―¡Muchas gracias! ¡Me has salvado la vida! ―dije con sonrisa radiante. Debía tener un aspecto cómico porque la chica sonrió divertida ante mi reacción. Tenía una sonrisa encantadora y antes de despedirme me quedé como un pasmarote recorriendo a la velocidad de la luz cada de detalle de su rostro.― Bueno, voy a cenar ―dije antes de volverme mostrándole el salero que me acababa de prestar.

―Ella me despidió con un guiño que hizo que me ruborizara. Entre en casa acalorado y hambriento. Esa noche devoré la carne pensando en mi vecina.

 

          Al día siguiente quise devolverle el salero, pero no se encontraba en la casa. Pensé que a la noche seguramente estaría, así que lo dejé para entonces. La jornada pasó volando. Puse la leche a calentar antes de irme a la cama. Tomé el azucarero y, ¡Oh My God! ¡Estaba vacío! “No puede ser” pensé con fastidio. ¡Ayer la sal y hoy el azúcar! Fue entonces cuando recordé que tenía que devolverle el salero a la vecina. Por cierto, se llamaba Isabel. No le había preguntado el nombre, pero lo vi en su buzón. Salí de casa y toqué de nuevo su timbre. Como la noche anterior, tuve que insistir antes de que me abriera.

 

―Hola de nuevo. Venía a devolverte el salero. Estuve esta mañana, pero no estabas ―Isabel apareció esta vez con una camisa de hombre que le cubría más allá de la cintura.

―¡Hola! Sí, es que durante el día paro poco en casa.

―Perdona, aún no me he presentado. Me llamo Juan.

―Yo Isabel ―dijo sonriendo.

―No lo vas a creer, pero me he quedado sin azúcar y no puedo dormirme sin tomarme el vaso de leche.

―Mmm, esto me está resultando sospechoso...

―¡No, en serio! ¡Que no me queda nada! ¿Podrías dejarme un poco? ―de nuevo, otro hombre desnudo, esta vez blanco, apareció tras la chica y se alejó por el pasillo dándonos la espalda.

―Vale, ¡pero que sea la última vez! ―dijo con voz inquisidora a la vez que indulgente.

―En esa ocasión me despidió con una sonrisa y sin rastro de molestia por la interrupción.

 

          Mientras tomaba la leche pensé en el hombre que había visto en su casa. Obviamente no era el mismo, ni sus atributos tan saltones. Quizás fuera de esas chicas fogosas que no se pueden estar quietas y viven la vida como si no hubiera un mañana.

          En una ocasión se convocó una reunión de vecinos para arreglar un problema de humedad en la azotea. La reparación era muy costosa pues el edificio tenía bastantes años y tenía que decidirse si pedir un crédito o utilizar lo que había en el fondo comunitario que quedaría exiguo para futuras incidencias. En esa reunión pude conocer a algunos vecinos que no había visto hasta entonces. A otros los conocía de vista, de saludarnos en el portal. También acudió Isabel. Todo comenzó con normalidad, pero conforme algunos vecinos mostraban su disconformidad con lo que se estaba decidiendo, el ambiente se caldeó y no tardaron en alzarse las voces. Isabel se acercó a mí y comenzamos a hablar de otras cosas. Ella era tan tranquila como yo y no nos gustaba el cariz que estaba tomando el asunto.

          Esa reunión fue nuestro punto de encuentro para conocernos un poco. La conversación fluyó como la seda, como si nos conociéramos de toda la vida. Me dio la sensación que yo le agradaba, aunque podía ser una mala apreciación, pues ella era simpática de por sí. La reunión acabó sin acuerdo. A más de uno le vino de perlas para soltar estrés acumulado y volver a casa con la sensación de haberse quitado un peso de encima. Isabel y yo volvimos a nuestros pisos y nos despedimos cerrando al unísono las puertas.

          Ella me gustaba cada vez más, no sabía si el sentimiento era mutuo. Era una incógnita que solo podría resolver de una manera. Me consumía en un mar de dudas, no sabía si decirle algo. Tendría que hacer acopio de valor para hacerlo. Dejé pasar unos días. No coincidimos en el portal. Tan solo nos separaban un par de puertas y no me atrevía a dar el paso.

          Me encontraba leyendo un libro cuando alguien llamó a la puerta.

 

―¡Isabel! ―Se había arreglado el pelo, estaba muy guapa. Yo tenía las gafas de cerca aun puestas y la miraba por encima de ellas.

―Hola, Juan. ¿Qué tal estás? Hace tiempo que no nos vemos.

―Bien, aquí, leyendo un poco ―. Hasta ese momento no me había visto con lentes. Por la forma de mirarme parecía agradarle.

―Verás, necesito ayuda con el móvil. No consigo que me lleguen los emails. Seguro que tú sabes solucionarlo.

―¿Los emails?

―¿Puedo pasar? ―Al mismo tiempo que lo decía ya estaba entrando.

―Sí, claro, adelante. ―a su paso, dejó una estela de perfume que me embriagó. Me estaba acalorando por momentos―. Pasa al salón y siéntate.

―No entiendo qué le ha pasado al móvil. Ayer funcionaba bien y hoy no hay manera. Míralo, anda ―Cogí el móvil y me fijé en la configuración del correo.

―Se te ha desconfigurado, no están rellenos los campos. Dime tu email.

teechodemenos@gmail.com ―Me quedé mirándola, extrañado.

―¿Así es tu email? ―dije incrédulo.

―Sí ―. Ella comenzó a jugar con su pelo.

―¿Y la clave?

―¿No pretenderás que te la diga? Eso es confidencial. ―dijo divertida.

―Bueno, pues ponla tú.

―Es broma, tonto. La clave es “esquenotegusto?”

 

          Me quedé de piedra. Allí estaba yo mirándola a los ojos, unos ojos que me daban la bienvenida. Contemplaba su cabello lustroso y cada detalle de su rostro. Ella no dejaba de observarme con las pupilas muy abiertas. Según supe más tarde, fue el modo en que la miraba la que la enamoró. La hacía sentirse especial. Mientras los hombres con los que se acostaba solo ansiaban su cuerpo, ninguno la miraba como yo lo hacía. Se lo pasaba bien con ellos y luego los largaba. Solo quería darse el gusto sin más. Le faltaba algo que no encontró en ninguno de ellos y, sin embargo, sí vio en mí. No es para sentirse orgulloso de que tuviera que ser ella la que diera el paso, pero por otro lado, estoy a favor de las mujeres emprendedoras J.



 

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 03.10.2021.

 
 

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