Jona Umaes

Tana

          Como cada mañana, Pedro salió a correr por el bosque con su perra Tana. Podían variar el recorrido de un día para otro, pues los senderos se comunicaban e iban a parar a las mismas confluencias. Vivir cerca del bosque era la mejor decisión que había tomado para formar un hogar con Ana, su mujer. Pronto serían padres, pues su esposa estaba de siete meses. Habían acondicionado una habitación para la madre de ella, para que en ningún momento se encontrase sola. La ciudad la tenían relativamente cerca en coche, por si, en alguna ocasión, el pueblo no cubría sus necesidades.

          Tana era una perra pastor belga que habían recogido de una camada de un conocido de Pedro. Era un animal muy inteligente y con mucho nervio. Le encantaba correr con su amo, su cuerpo era pura fibra. Era un placer ver y acariciar su pelo oscuro y lustroso, el cual le daba más sensación de vitalidad, si cabía.

          Aquella mañana primaveral, Pedro cambió de ruta, adentrándose por unos senderos que no conocía, pero que sabía que terminaban en el lugar de partida, según las indicaciones en los letreros de madera. Aquel sitio estaba cerca de un coto de caza, pero nada hacía pensar que fuera peligroso transitar por allí, pues tampoco había avisos alertando. Se escuchaban a lo lejos los disparos que producían fugaces ecos en las montañas. El destino quiso que uno de aquellos proyectiles que parecían lejanos, alcanzara a Pedro, y aunque llegó sin toda su fuerza, fue suficiente para herirle mortalmente. Lo notó como el picotazo de una abeja en el cuello, pero no le prestó atención en ese instante. Continuó corriendo hasta que se dio cuenta de que se estaba mareando y paró. Sudando copiosamente, no podía notar cómo la sangre le chorreaba, y hasta que no se miró, no apreció las manchas en su camiseta. Tana, desde el primer momento, supo que su dueño estaba malherido, y le ladraba para que parase, pero él sonreía, pensando que lo hacía de contento. Se sentó en el suelo, apoyado sobre un tronco y la perrita le lamió la cara, quejumbrosa, como si sintiera el dolor de su amo. Él se palpó el cuello y fue cuando notó el pequeño orificio húmedo que había dejado el proyectil al atravesarle. Al ver sus dedos ensangrentados, comprendió la gravedad del asunto. Cada vez más débil, sentía como se le iba la vida, y le habló a su perrita.

—Cuida de Ana, ¿me escuchas? Y de Julio —así habían decidido que se llamara el niño que esperaban. La perrita escuchaba atentamente con las orejas erguidas, girando la cabeza, gimoteando constantemente. Sabía que a su amo le quedaban solo unos instantes antes de abandonarla—. Julio, Julio… —le repetía una y otra vez, para hacerla comprender—, mi Tana bonita... —y le acarició la cabeza sin apenas fuerzas.

          Fueron sus últimas palabras antes de sucumbir. La perrita se quedó un rato junto a él, topándole con el hocico el rostro, para que reaccionara, aunque sabía que su amo ya se había ido. Dio media vuelta y se lanzó como una flecha hacia la casa. Cuando llegó, estaba exhausta, pero aún le quedaban fuerzas para ladrar una y otra vez, avisando de que algo había ocurrido. Ana salió, alertada por los ladridos, y vio que la perra estaba sola. Presintió que algo le había sucedido a Pedro. Fue corriendo a por el teléfono y llamó a emergencias y a su hermano, que era policía, y le dijo que fuera con urgencia. Ella no podía hacer nada en su estado y su madre no quería dejarla sola. Cuando llegó la policía, Tana les guio hasta donde estaba el cuerpo de su amo.

          Pasó el tiempo y a pesar de la tragedia, la vida no se paraba por nadie. Julio llegó al mundo, y desde el primer momento Tana percibió quien era, quizás porque, de alguna forma, parte de Pedro estaba en aquel niño. Al escuchar a Ana decir el nombre de Julio, la perrita lo asoció a lo que escuchó de su amo cuando agonizaba.

          El niño se crio con la compañía constante del animal. Conforme Julio crecía, Tana menguaba, y es que, cuando él cumplió los diez, ella ya tenía catorce. Hasta este momento, sus vidas habían transcurrido unidas, cumpliendo fielmente lo que Pedro le encomendó. Para Julio, Tana era un tesoro. Al no tener hermanos, el tiempo en casa lo pasaba jugando con ella entre risas y ladridos.

          A pesar de su edad avanzada, Tana seguía igual de vivaracha, aunque sus fuerzas ya no le daban para jugar mucho rato. Le sobrevino una enfermedad respiratoria que se la llevó tan rápido como apareció. Aquello supuso un shock para la familia, pues la madre de Julio también estaba muy apegada a ella. No se esperaban aquel repentino desenlace, confiando en que Tana se recuperara.

          La vida continuaba y tras las primeras semanas de tristeza, se repusieron del mal trago, sobre todo Julio, que fue a quien afectó más. El niño, acostumbrado a la compañía de Tana, se sentía un poco solo en casa. La echaba de menos y en más de una ocasión le pidió a la madre que tuvieran otro perro. Ana quería descansar por un tiempo de animales en casa. Aunque le había cogido mucho cariño a Tana, realmente la criaron por Pedro, que le encantaban los perros. Sabía que los animales daban mucha tarea en casa y suponía una responsabilidad más.

          Un día, un amigo de Julio le comentó que un vecino suyo tenía una camada de perros y estaba buscando a gente interesada. Rápidamente, el niño se lo dijo a la madre, y le estuvo dando la vara hasta que consiguió convencerla. Los cachorros resultaron ser de la misma raza que Tana, pastor belga, aunque con mezcla de pastor alemán. El dueño los podía haber vendido a buen precio, pero tenía prisa por deshacerse de ellos y prefirió el boca a boca para buscarles dueño. Cuando Julio vio a los cachorros, se le caía la baba. Tendrían tres meses largos.

—¿Cuál te gusta? —le dijo el hombre.

—No sé, son todos bonitos. ¿Tú qué dices mamá?

—A mí no me preguntes. Lo vas a criar tú. —dijo la madre, entre resignada por lo que se le venía encima, y alegre por ver tan ilusionado a su hijo.

—¡Este! —dijo Julio, señalando a un cachorro que resultó ser hembra.

          Más contento que unas pascuas, allá que iba en el coche el niño con su perrita.

—La llamaré Milka.

—¿Milka? ¿Como el chocolate?

—Sí, por el color de su pelo —dijo, sin dejar acariciar al cachorro, que lucía un pelaje marrón oscuro.

—Ya sabes que te vas haces cargo tú, conmigo no cuentes.

—Sí, ya, ya. Eso dices ahora, luego te pasará como a Tana.

          Julio nunca había tenido un cachorro y Ana se tuvo que implicar, sí o sí, en la educación y cría del animal. Ya desde el principio, el niño notó algo extraño en la perrita. Los cachorros, rápidamente se adaptan a sus dueños con los primeros arrumacos, pero en el caso de Milka, desde el primer día, se comportaba con sorprendente familiaridad. Él le hablaba como si le entendiera, le enseñó una foto de Tana y le explicó quién era. El cachorro miró la imagen y se puso a lamer el cristal. Cuando el niño lo dejó suelto en la vivienda, este se movía como Pedro por su casa.

          En su habitación, comenzó a dar pequeños ladridos frente a un armario de pared. Resultó ser donde Julio guardaba el disco con el que jugaba con Tana. Este abrió la puerta y cogió el juguete para enseñárselo.

—Has olido a Tana, ¿verdad? ¡Pero si es más grande que tú! —dijo el niño, cuando el cachorro intentó cogerlo con la boca y lo arrastraba por el suelo, como queriendo jugar con él.

          Con la pelota de tenis ocurrió algo parecido. El animal se puso a ladrar frente a una caja de cartón bajo una mesa, donde resultó estar la pelota. Julio no salía de su asombro. Milka parecía conocer su habitación como si hubiera estado allí muchas veces.

          El niño no le dio importancia a aquello. Eran curiosidades que le contaba a la madre y esta le razonaba el asunto diciendo que los perros veían más por el olfato que por la vista. Pero sus deducciones se vieron comprometidas cuando el cachorro se coló en su propio dormitorio.

—¿Pero adónde vas? —le dijo Ana—.  La perrita se plantó frente al armario de la habitación y comenzó a lloriquear, olfateando la puerta —¿qué buscas ahí?—Ella se la abrió y el animal dio unos pasos hacia las botas de su marido, las cuales comenzó a lamer. Luego, trepando como pudo, se subió a ellas y se echó tranquilamente. Ana, pasmada, se acuclilló y se quedó observando a Milka, que la miraba de reojo, con cara de pena, como diciéndole que la dejara estar allí.
 

 

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 03.04.2021.

 
 

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