Jona Umaes

Paraíso velado

          El verano se acercaba y Carlos e Irene lo tenían casi todo listo para disfrutar de sus merecidas vacaciones. Llevaban semanas haciendo los preparativos, dedicando las mañanas de los domingos para ese propósito. Por la tarde, se relajaban, dando un largo paseo por el parque junto a su casa. Era el único momento de la semana en que podían hacerlo antes de afrontar la cuesta del lunes.

          Vivían sumidos en el ambiente espeso y recargado de una gran urbe. Las escasas lluvias de ese año empeoraban la situación, pues el fino velo que cubría la ciudad impedía que el aire se renovara, aumentando la sensación de bochorno. Estaban deseando que llegara el día de coger el vuelo a Ibiza y olvidarse durante un par de semanas del trabajo y la ciudad.

          Habían alquilado un apartamento a escasos metros de la playa. Como no se fiaban de la publicidad, de fotos espectaculares e impactantes, buscaron la ubicación en el ordenador y descendiendo desde la vista satélite, vieron a pie calle el entorno de su alojamiento. Ciertamente era un lugar paradisíaco, aunque tenían presente que solos no iban a estar. Aquel sitio cobijaba un mar de apartamentos a lo largo de varios kilómetros.

          El viaje en avión apenas duró una hora, invirtiendo más tiempo en los aeropuertos que en el propio trayecto. Ya cuando se iban acercando a su destino, quedaron fascinados por la claridad del cielo y el fuerte contraste con el mar. Alquilaron un coche para poder moverse por la isla y visitar las numerosas calas que la circundaban. Una vez en la habitación, dejaron las maletas en la entrada y se echaron en la cama. Podían ver, a través del balcón, el mar que se extendía hasta el horizonte, moteado de blancas embarcaciones de recreo y surcado por numerosas gaviotas en busca de comida.

 

—¡Qué bien que ya estemos aquí! Ahora toca relajarse —dijo Irene con los brazos abiertos y la mirada puesta en las lamparitas sobre el cabecero. Carlos la contemplaba sonriente, apoyado en la almohada.

—Sí, lo vamos a pasar de escándalo. Las playas aquí son geniales.

 

          Después de unos momentos fogosos, se levantaron para asomarse al balcón, que invitaba a recrearse en el paisaje. Carlos arropaba con sus brazos a su mujer, mientras contemplaban la bella estampa. En un momento dado, las gaviotas que sobrevolaban el mar, se dispersaron emitiendo sonoros graznidos.

 

—¿Has visto eso? Estaban tan tranquilas y de repente han dejado el cielo desierto —dijo Carlos, sorprendido.

—Sí, ¡qué extraño! Habrán visto algo en el agua que las ha asustado —dijo ella—, pero ¿qué importa? ¿echamos otro antes de comer?

—¡Eh!, ¡esa mano! ¡pero qué bien la manejas! —dijo Carlos con arrumacos.

—¿Tú crees? —y ambos rieron antes de besarse.

 

          Tras la comida, descansaron con una larga siesta y por la tarde estrenaron la playa que tenían más a mano. A la noche, cenaron y tomaron unas copas disfrutando de la brisa marina. Los días siguientes transcurrieron de forma similar, pero ya recorriendo con el coche los escasos kilómetros de la isla. Apenas si permanecían media hora en el vehículo entre destino y destino. Para llegar a algunas de las calas, tenían que aparcar algo alejado y caminar durante unos minutos, pues no había accesos por carretera. En todas se encontraban con turistas, por muy escondidas que estuvieran.

          En una de esas playas enanas de poco más de cincuenta metros de largo, se encontraron con una pareja de “guiris” que habían montado allí su chiringuito particular, a la sombra de una tienda de campaña. Ellos se colocaron al otro extremo, plantando su sombrilla cerca del lateral derecho. El agua cristalina permitía ver la arena clara del fondo con pequeñas piedras y conchas. El mar estaba en calma y las olas arribaban mansas a la orilla. Escuchar su susurro era peligrosamente relajante pues, a su cadencia sonora, se le unía la calidez del sol. Aquella combinación adormilaba como si de una nana se tratara, con el consiguiente riesgo, pues abandonarse a la fuerza del sol era poco sensato, por mucha crema que se untasen. En aquel sopor, el ritmo del oleaje comenzó a incrementarse. Cuando se dieron cuenta, el agua estaba mojando el borde de las toallas.

 

—¡Ey, que nos mojamos! —saltó Irene.

—Pero, ¿qué pasa aquí? ¡Si el mar estaba en calma hace un momento! —dijo Carlos.

 

          Ambos se levantaron alarmados, pues el agua se internaba más y más en la arena. Vieron como la otra pareja recogía rápidamente la tienda, dispuestos a abandonar la cala. Ya adentrados en la senda que llevaba a aquel lugar, vieron desde las alturas como el agua engullía la arena blanca en cuestión de minutos.

 

—¿Esto es normal? Nunca había visto nada igual. La marea ha subido demasiado rápido —dijo Carlos.

—No lo sé. Quizás sea lo habitual en estas calas tan pequeñas. Habrá que preguntar en Recepción. Ellos sabrán decirnos.

 

          Cuando llegaron a la urbanización, comentaron lo ocurrido con el conserje. Había transcurrido una hora desde entonces y al parecer, a otras personas les había ocurrido lo mismo. El bedel se había criado allí y nunca había escuchado nada igual, estaba tan de sorprendido como ellos. Una vez en la habitación, Carlos puso en la televisión un canal de noticias para ver qué se cocía por el mundo, mientras Irene terminaba de ducharse. El periodista de turno, comentó una noticia de última hora. Al parecer, cerca de Ibiza se habían detectado leves movimientos sísmicos, pero lo suficiente para hacer que el mar se agitara e invadiera las playas.

          Al salir Irene del baño, Carlos la puso al corriente.

 

—Esperemos que no se repita. Acabamos de llegar, como quien dice, y no quiero que nada nos fastidie las vacaciones —dijo ella.

—Sí, será algo puntual. A ver mañana.

 

          Pero lejos de ser un hecho aislado, el fenómeno se repitió al día siguiente y al otro, cada vez con más intensidad. El fenómeno estaba presente, a diario, en los medios de comunicación y en las redes sociales. Algunos, asustados por la reiteración, decidieron abandonar la isla. Muchos otros, como Carlos e Irene se resistían a dar por terminado su viaje y permanecieron en el lugar. Hacían turismo de interior, alejados de las playas.

          Llegó el día en que el mar se encrespó sobremanera. A escasos kilómetros de la isla, el agua comenzó a bullir más y más. En el transcurso de una hora, empezó a surgir de la superficie un humo espeso y algodonado. Desde hacía varios días, helicópteros sobrevolaban la zona y las autoridades habían prohibido el uso de las playas. El aeropuerto no daba abasto de tanto turista en huida, el trasiego de vuelos era constante. El humo ganaba en altura, hasta que fuertes explosiones hicieron surgir del agua chorros de tierra, cual fuegos artificiales de roca y arena. La onda expansiva hizo que el oleaje se incrementara bruscamente. El agua engullía las playas y amenazaba invadir los paseos y adentrarse en las zonas edificabas.

          Los que habían decidido quedarse, huían despavoridos hacia el interior de la isla. El movimiento de coches se incrementó en cuestión de minutos. Todos se dirigían hacia la montaña ante el temor de un tsunami. La policía intentaba que se mantuviera la calma, organizando el tráfico para que no colapsara.

          En la mar, como si de un parto se tratara, un trozo de tierra se asomó sobre las aguas. Una nueva isla estaba naciendo. Las explosiones no cesaban y el humo, que se elevaba cientos de metros hacia el cielo, logró hacer desaparecer el sol. El viento extendía la capa gris, cubriendo la isla y transformando un día de verano en un eventual invierno. Como se temía, el tsunami hizo acto de presencia. Para entonces, la costa estaba desierta. La gente observaba, atónita, desde las montañas, la enorme columna de humo que no cesaba y el trozo de tierra que se elevaba sobre las aguas paulatinamente. Una enorme ola se formó con epicentro en la nueva isla, y avanzó implacable hacia Ibiza, adentrándose un kilómetro tierra adentro y tragándose todo lo que encontraba a su paso. Los apartamentos desaparecieron de la vista, quedando solo los hoteles, de mayor altura, erigiéndose sobre las aguas que se adueñaban de todo.

          Tras varias horas, la nueva criatura lucía fresca, oscura y lozana frente a la vieja Ibiza. La costa volvió a resurgir tras retirarse la ingente masa de agua que había arremetido contra ella. Por suerte, el aeropuerto se había salvado, y los turistas podrían regresar a casa sin problemas.

 

—Madre mía, ¡qué susto he pasado! —dijo Irene, desde las alturas.

—¡Uff! ¡Impresionante! Pero el destrozo ha sido tremendo. ¡Mira cómo ha quedado la costa! —dijo Carlos.

—¡Qué lástima por la gente que vive aquí! No me gustaría estar en su pellejo.

—¡Y que lo digas!

 

 

 

 



 

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 06.03.2021.

 
 

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