Jona Umaes

Agua

 

          De todas las fuentes que había visto en Córdoba aquella era la más encantadora. Quizás fuese porque, después de horas visitando la ciudad estaba acalorado y agradecía la sombra del pequeño parque en el que me había sentado, al fresco de un banco de cerámica. Este rodeaba a la fuente donde el agua se imponía al ruido del tráfico.

          El sol se colaba por los pequeños resquicios de las ramas en movimiento, yendo a parar al agua cristalina que destellaba. Cuatro pequeños chorros caían de lo alto y una chica desnuda, tinaja al hombro, regaba el tronco de aquella fuente produciendo un ruido suave y sordo.

          Aquel surtidor me tenía como hipnotizado. Gotas del agua rebosante de la copa superior caían lentamente al brillo del sol como perlas que se fundían con el agua ondulante. El sonido de los chorros era música para mis oídos, provocándome una sensación de frescor que se unió al de la brisa bajo los árboles. Aquel era un parque recogido. Apenas había circulación en las calles colindantes. Tampoco veía muchos transeúntes. Al estar alejado del centro de la ciudad, era poco frecuentado por turistas.

          Un letrero rezaba “Agua no potable”, pero la veía tan limpia y fresca que no pude resistirme a probarla. Me incorporé y dejé que uno de los chorros regase mi boca. Cerré los ojos para sentir mejor su frescor, y tras dar algunos sorbos noté la suavidad de unos labios que me besaban. Abrí los ojos y retrocedí sobresaltado. Allí no había nadie. Lo achaqué al acaloramiento y me volví a sentar. No me había recuperado aún de la sorpresa cuando vi aparecer una chica desnuda de detrás de la fuente que se dirigía sonriente hacia mí. Era la estatua de la mujer, que había cobrado vida.


—No tenía que haber bebido. Estoy alucinando —pensé.

—No es cierto —dijo la chica leyéndome el pensamiento. Se sentó en mi regazo y posó sus brazos sobre mis hombros. Su mirada era juguetona, de piel blanca y sonrisa irresistible. Definitivamente estaba soñando —. Gracias por haberme despertado. No sabes cuánto tiempo he esperado este momento. Nadie quiso nunca beber de mi fuente.

—¿Has sido tú quien me ha besado? —me picaba la curiosidad.

—No sé. ¿Tú que crees?

—No estoy seguro. Quizás si me besases saldría de la duda —le respondí descarado.

—Ja, ja, ja. ¡Eres un granuja! —y a continuación me agasajó con breves besos intermitentes. Sus labios eran dulces y cálidos. No quería que parase, pero lo hizo.

—Definitivamente eras tú —le dije con sonrisa de cordero, adueñándome de su cintura.

—Me gusta el tacto de tus manos. Son firmes y tiernas a la vez —dijo ella.

—Sé que estoy soñando, pero no me importaría estar así hasta la eternidad —. Su piel era tan suave y ardiente por momentos que no me cansaba de acariciarla. La abracé y se perdió entre mis brazos, tan menuda era.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —se quejó ella. ¿Te parece bonito hacerme esperar tantos años?

—Yo..., bueno, ¿cómo iba a imaginar que estabas en este pequeño rincón? —dije apesadumbrado. No creas que mi camino ha sido fácil.

—Ahora que estamos juntos, ¿no me dejarás, verdad? —dijo ella mirándome con ojos hipnotizantes.

—¡Eres tan joven! ¿qué sabrás de la vida?

—No necesito saber. Solo sé que quiero estar contigo.

—¿Con un desconocido? No sabes nada de mí.

—No lo necesito. El Ahora es lo que importa. Eres el hombre que he esperado toda mi vida.

—El amor eterno no existe. ¿Lo sabes, verdad? —le dije.

—Te equivocas, sí que existe. Conmigo será distinto.

—¿Por qué estás tan segura?

—Yo no soy como las demás. Mi fuente me hace eterna. Yo ya estaba aquí mucho antes de que tú nacieras. He vivido tantas épocas que he visto transformarse todo a mi alrededor mientras yo permanecía inalterable en mi fuente.

—Tan mayor y tan joven a la vez. Te conservas muy bien —dije admirado.

—Es el agua. Nadie se atrevió nunca a beber de ella, solo tú. Por eso sé que eres para mí.

—Pero tú permanecerás siempre joven y a mí los años no me perdonarán.

—Tengo la solución para eso. Podemos estar juntos para la eternidad.

—¿Cómo? —quise saber.

—Si bebes de mi cántaro te harás inmortal como yo y estaremos siempre juntos.

—No estoy seguro.

—¿No dijiste algo sobre mí y la eternidad hace un momento? —dijo ella con mirada severa.

—Sí, bueno. La emoción del momento…—respondí esquivo—. De acuerdo, lo haré —me decidí sin pensarlo demasiado. La separé un poco y me dispuse a saciar mi sed con sus cántaros.

—¿Pero qué haces? —y estalló en carcajadas que hicieron que se le humedecieran los ojos. Me contagié de su risa, y no pudimos parar de reír hasta que me abrazó fuerte sin querer soltarme.

—Eres tan tonto… Te adoro —. Se me cayeron las dudas ante su reacción.

—No lo vas a creer, pero esto es nuevo para mí. Te he encontrado sin buscarte —me sinceré.

—Nadie sabe lo que deparará la vida, ni siquiera yo –concluyó ella.

 

          Se puso en pie y me tomó la mano para que la acompañara. Cogió el cántaro que había dejado en el borde de la fuente y lo levantó para verter su contenido sobre mi boca. Bebí de él y me pareció el agua más pura que jamás había tomado.

          Ahora veo a los transeúntes sentarse a la sombra, junto a la fuente, como yo había hecho. Miran con admiración a la pareja de estatuas que posan abrazadas. Él besando su delicado cuello mientras ella vierte agua desde su cántaro. Más de un lugareño jurará que la chica de la fuente estaba sola y no acompañada.

 

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 17.10.2020.

 
 

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