Zelia Pinsonneau

Un castillo en mi celda

Un castillo en mi celda Los peces nadaban en círculos, una y otra vez, rodeando las pequeñas rocas del acuario. Había peces rojos, amarillos, azules, verdes, y de un color que Sarah no conocía aún, era un color raro, una mezcla entre el rojo y el morado. Sara se preguntaba porqué no intentaban salir, saltar y ser libres. Cuan aburrido debía ser, estar todo el día encerrado en una habitación con solo agua y rocas. La señorita Bridget había contado una vez en la escuela que los peces solo podían vivir en el agua, esa debía ser la razón por la que no intentaban escaparse, tardarían demasiado en llegar hasta el lago o la playa más cercana, seguro que alguien los atraparía antes.
-¡Sarah!- El grito de mamá hizo bascular el taburete que Sarah usaba para ver los peces desde más cerca, se bajó deprisa, no quería que mamá la regañara, a mamá no le gustaba que se subiese en los muebles, aunque no había de qué preocuparse, Sarah era muy cuidadosa y no solía caerse.
-¡Voy!
Corrió deprisa cruzando el amplio salón, con mucho cuidado de no pisar los cuadros de Jorge. Jorge era el novio de mamá, pero no tenía que llamarle papá, al menos si no quería. Y Sarah no quería. No era su papá, aunque era simpático, pero Jorge era suficiente. Tampoco entendía porque tenía que tener cuadros por toda la casa, sobre el suelo del salón, en las paredes o en la habitación. Mamá siempre decía que, para tener una vida organizada, hay que empezar recogiendo las cosas de uno: Cada objeto tiene que tener su lugar. Pero cuando se trataba de Jorge todo era diferente, él podía tener todo donde quisiera, y mamá solo sonreía y le decía lo bonitos que le habían quedado. Esa era otra, bonitos eran los dibujos de Sarah, que tenían un sol enorme con rayos que llegaban hasta el suelo, una casa preciosa con jardín, muchas flores, árboles, pájaros, y una familia sonriendo, alguna vez también había un perro o un gato, pero eran más difíciles de dibujar, con los pájaros en forma de eme estirada bastaba. Los cuadros de Jorge eran más bien aburridos, solían ser blancos, con una raya hecha a pincel, ¿una raya? Hasta los dibujos que hacían cuando Sarah iba aún a la guardería eran más originales. Mamá decía que se llamaba arte abstracto, aunque más bien debería llamarse artestúpido, Sarah estaba muy orgullosa de su palabra inventada, pero ya le había repetido mil veces que no quería volver a escucharla. Y le había recordado, que los cuadros de Jorge eran lo que le pagaban su escuela bilingüe, los juguetes que tenía, hasta lo que comían. Sarah no entendía muy bien cómopodían hacer eso unos cuadros.
Entró a la habitación de mamá, ella estaba sentada sobre el bordillo de la cama. Parecía seria, quizás había encontrado los caracoles que guardaba escondidos en una caja bajo su cama. Miró a Sarah y sonrió, pero era una de aquellas sonrisas que solo saben hacer los adultos, de las que no estás seguro si es alegre, triste o enfadada. Mamá dio dos golpecitos en la cama y Sarah se sentó a su lado.
-Bueno Sarah, Ya sabes que no me gusta tener que llevarte a ese lugar, pero dada tu insistencia, y aunque me extraña, la suya, hoy vas a conocer a tu padre.- Sarah no podía aguantarse de sonreír, era una sonrisa de oreja a oreja, de las que hasta hacen daño en la mandíbula. Era el día más feliz de su vida. -¿Recuerdas todo lo que te he dicho?
-Que la cárcel no es un sitio bonito, que papá está allí como castigo por portarse mal, que no me acostumbre a verlo porque no podremos volver siempre que quiera, que es mejor no contárselo a mis amigas porque se reirían de mí en la escuela, y que si en algún momento quiero irme, solo tengo que decirlo.
-Muy bien, pues ve a por tu abrigo.

Marcos estaba tumbado sobre el césped, sentía el cosquilleo de la hierba sobre sus pies descalzos. Pasaba sus robustas manos por el suave cabello de Amelia, un cabello que siempre olía a limón. Rozaba la delicada piel de su cuello con sus labios, no podía parar de observar su rostro, como podía ser tan bella, tan perfecta. Tenía los ojos castaños, un castaño claro, como las avellanas. Su pelo era rubio, lo cual hacía que sus ojos resaltasen aún más. Su nariz estaba cubierta de pecas que le daban una apariencia dulce e infantil. Y cuando sonreía, el resto del mundo desaparecía. Solo existía ella. Era la clase de mujer capaz de parar el tiempo con su risa, de llevarte a un mundo creado entero por ella, de hacer que dejaras de amar a todo lo que has amado hasta ahora, para que solo te quedase amor para ella. La clase de mujer que te incitaría a robar una joyería con un arma blanca, para poder darle la vida que se merece. La misma capaz de convencerte de que la muerte de aquel hombre había sido un accidente, y de hacerte creer que era mejor decir que eres el único culpable, que alguien tendría que cuidar del bebé que iba a nacer. Marcos no quería dejar de mirarla, no quería que desapareciera, pero siempre lo hacía. Poco a poco su imagen se iba haciendo más difusa, más borrosa. El olor a limón que desprendía su pelo iba convirtiéndose en un olor a angustia, la suave sensación del césped bajo su cuerpo se transformaba en una superficie más dura, con muelles que se hincaban en la piel. La nariz le picaba debido al fuerte olor a fortuna. Finalmente abría los ojos poco a poco recordando que su triste vida se desarrollaba en una celda de no más de dos metros cuadrados. Unos años atrás, solía tardar unos segundos en recordarlo, ahora, ni medio. Por lo menos no ! se lleva ba la desagradable sorpresa, vivía en una depresión permanente.
No eran ni las siete y media de la mañana ya que los funcionarios no habían venido a abrir el pestillo de la celda. Su compañero, el Bryan, ya estaba despierto, en la cama de arriba de la litera, rebuscando colillas en un trozo de cartón hueco que usaba de cenicero y fumando hasta el último milímetro de tabaco que quedaba. Se frotó los ojos, se destapó y salió de la cama en dirección hacia el baño, o eso era el nombre que le daban a una pared sin puerta que tapaba parte del váter impidiendo que tu compañero pudiera verte. No tenía ni fuerza para orinar, le dolía enormemente la parte derecha de la cabeza, como si un martillo le estuviera golpeando por dentro a un ritmo constante. Tenía nauseas y sentía como si hubiese un combate de guerra en su estómago. Era posible que estuviese sufriendo una resaca, debido a la mezcla de medicamentos junto con la pipa de hachís que consumieron la noche anterior. Cuando entró a la cárcel, se prometió no tomar medicamentos, pero él era el tipo de persona que elegía el camino fácil, y esa había sido la única arma que tenía para enfrentarse al momento negro. El momento negro, así lo llamaba su antiguo compañero de celda, ese momento que dura desde que te acuestas con la intención de dormir, hasta que finalmente lo consigues. Puede durar horas. Una lucha entre soledad y pensamientos. Al principio puedes intentar llenar ese momento con recuerdos bonitos de tus días fuera de la cárcel, sin embargo conforme pasan los años, los recuerdos felices parecen más lejanos, menos reales. Y se reemplazan por el recuerdo del día en que murieron tus padres, los años pasados en diferentes familias de acogida intentando competir con el amor que recibían sus hijos biológicos. El primer día que fumaste un canuto, robas! te en un a tienda, pegaste tu primera paliza, tocaste tu primera navaja. El día en que conociste a la mujer de tu vida, la que consiguió que renacieras, que llenaras el vacío existencial que había convivido contigo hasta ahora, que tuvieras un lugar en el mundo. La misma por la que mataste por primera vez, por la que acabaste condenado a 15 años de cárcel. El momento negro era la principal razón de las citas del lunes en enfermería. Dormidina, seroquen, cada cual con su medicación semanal. Algunos pedían medicación para poder cambiarla por tabaco, yogures o una semana de tele, era la moneda de intercambio.En cuanto al hachís, lo conseguía el Bryan, se lo pasaba un primo suyo del modulo 3, que daba justo en frente de la ventana de su celda. Así pasaban las tardes, tirando una pelota de tenis rajada amarrada a una tira de sábanas hacia la ventana de enfrente. A veces apostaban por quién conseguía colarla antes por la ventana. Tristemente, era el momento más emocionante del día junto con las partidas de parchís en las que se jugaban el postre. De vez en cuando también había alguna que otra pelea, pero él había aprendido a mantenerse alejado, por nada del mundo volvería a la celda de aislamiento, y sobre todo, por nada del mundo se perdería el día de hoy. Probablemente era el día más importante de su vida. Un día que recordaría siempre. El día que conocería a su único tesoro en el mundo, su hija. Sabía que ya era grande, que no volvería a tener la oportunidad de cogerla en brazos, ver como duerme en su cuna u oírla pronunciar su primera palabra. Pero no le importaba, había estado meses, años suplicándole a Amelia, a través de múltiples cartas y llamadas, todavía no sabía cuál de sus argumentos le habí! a hecho entrar en razón.
Se había imaginado miles de veces conociendo a Sarah. Había imaginado su voz, su diminuto cuerpo abrazándole, su risa. Sin embargo, no se había imaginado de qué hablarían. Esto le provocaba dolor de estómago y aumentaba su malestar. ¿De qué podía hablar con una niña de 5 años? ¿Qué les gustaba a los niños de hoy en día? ¿Qué podía él contarle de interesante? Nunca había tenido mucha relación con niños pequeños, excepto cuando él aún lo era. Pero ya casi no se acordaba, le caían mal casi todos los hermanos temporales que había tenido. ¿Cómo se supone que tenía que dar buena impresión? Y, ¿qué era dar buena impresión con una niña de 5 años? De todas formas, se hacía preguntas retoricas y estúpidas. ¿Quién iba a dar buena impresión conociendo su hija en una prisión? Seguro que Sarah le tendría miedo y se arrepentiría de venir en el último momento. Pero había una posibilidad de que no lo hiciera. ¿No? Él siempre había soñado con una familia, una de verdad. Hubiera dado lo que fuera para que le dejaran salir, solo hoy, solo durante esas horas, para llevar a Sarah al parque o a comer un helado. Ahora que lo pensaba, en la calle, quizás hubiera sabido exactamente lo que tenía que hacer. Sin embargo, algunas veces, la prisión no solo te encierra físicamente, también te impide pensar claramente. Sarah llevaba su abrigo más elegante, uno de color crema que le habían regalado los Reyes Magos. Se preguntaba si también pasaban por la cárcel, aunque sea para traer carbón. Iba agarrada de la mano de mamá y observaba todo a su alrededor. El edificio de la cárcel era más grande que! el de s u escuela y que el del hospital de su ciudad. Estaba rodeado de paredes muy altas, que acababan en unas especies de rejas con pinchos. Casi todos los muros eran grises, las personas que vivían en la cárcel, estaban castigados hasta de ver los colores. Se preguntaba quién había inventado semejante cosa, seguramente el mismo que había decidido que hubiese un día de carnaval al año y tantos de trabajo y escuela. Una persona muy triste y enfadada. Al entrar en el edificio, unos hombres vestidos iguales les hicieron vaciarse los bolsillos para pasar por unas puertas muy extrañas. Todos tenían una cara muy seria, Sarah pensó que formaría parte del castigo para los que vivían allí, como hacía la señorita Bridget en clase cuando un niño se portaba mal. ¿Cómo de mal se habría portado papá para que le metieran en la cárcel? Sarah no quería saberlo, fuese lo que fuera, ella lo había perdonado, igual que hacía siempre mamá con ella. Para eso estaba la familia, para quererse y protegerse. Marcos se había lavado la cara con agua helada, apenas había probado la “paella” que servían los martes, una especie de arroz liquido amarillo mezclado con huesos. De todas formas no tenía hambre, los nervios le habían cerrado el estómago. Estaba sentado sobre el bordillo del colchón, movía la pierna derecha frenéticamente y no paraba de suspirar y mirar hacia fuera de la celda, la paciencia nunca había sido su mayor virtud. Por lo menos le había desaparecido el dolor de cabeza que le había estado ametrallando la mayor parte del día. Tenía los dedos cruzados, y le pedía a lo que fuese que existiera, que le ayudase, que todo saliera bien.
-Marcos, vamos, deja de preocuparte como una nenaza y sal de la celda.
Ángel, uno de los únicos funcionarios simpáticos y sonrientes, había abierto la puerta. Marcos se alegraba de que fuese él, era el hombre adecuado para ayudarte a relajar tensiones. Siempre iba contando chistes y memeces y no se rendía hasta hacerte reír al menos una vez. Aunque lo que más le gustaba de él, era que le trataba como a un igual. Como una persona humana hablándole a otra persona igual de humana. Había pocos como él. La autoridad se apoderaba de la mayoría de los funcionarios haciéndoles sentir superiores. Como seres superiores que eran, tenían la responsabilidad de recordarles diariamente a los presos lo inferiores, innecesarios e incluso inexistentes que llegaban a ser. Ángel le puso las esposas, comentándole innecesariamente que solo lo hacía porque formaba parte del protocolo. Salieron del módulo. Entraron a un ascensor y bajaron a la primera planta. Durante todo el rato escuchaba de fondo las historias que Ángel le contaba de la calle. Era bueno que de vez en cuando te recordaran que existía vida fuera de tu celda. Sin embargo, esta vez no tenía el corazón para prestarle atención. El nudo que tenía en la garganta era tan grande que casi le impedía respirar. Entraron en el modulo destinado a las comunicaciones y se pararon delante de una puerta blanca con una ventanilla cuadricular. Era la celda usada para los vis a vis de convivencia. El funcionario giró la llave y Marcos se quedo unos segundos observando la celda antes de entrar. Este sería el lugar en el que conocería a su hija por primera vez. Una habitación pequeña, con una cama pegada a la pared de delante, una minúscula ventana, una mesa y un baño. Marcos podía imaginar lo poco atractiva que debía resultar una celda tan gris y oscura para una niña de 5 años. Se sentó en ! la silla , en la cama, y finalmente se quedó de pie, no sabía cómo recibir a Sarah. Quizás un abrazo sería demasiado brusco, y un hola demasiado distante. Un beso demasiado rápido, y una palmada en la espalda demasiado frio. El corazón le latía a cien, suspiraba cada 5 segundos y no paraba de mirar por la ventanilla. ¿Y si no venía? A lo lejos escuchaba unas voces familiares, una de ellas pertenecía a un funcionario al que conoció en el modulo en el que estuvo los primeros meses de su condena. Y la otra, le era mucho más familiar, había sido la voz que una vez supo guiarle hacia la felicidad, tenía la sensación de volver a oír una canción que le había acompañado durante la mejor época de su vida. Una canción llamada Amelia. La puerta se abrió y una niña de no más de un metro de alto hizo su aparición. Tenía unos tirabuzones rubios que le llegaban hasta los hombros. Los mismos ojos castaños y juguetones que su madre con unas pestañas oscuras y largas. Su cara era blanca, lo que hacía que sus pequeños labios rosas resaltasen aún más. Sus mofletes tenían un tono rojizo y estaban cubiertos de pecas. Tenía un aspecto sano y feliz.
-¡Papá!
Sarah corrió hacia su padre y lo abrazó con todas sus fuerzas. Apoyaba su barbilla sobre su pierna derecha y le miraba a los ojos regalándole la sonrisa más sincera que tenía. De un acto instintivo, Marcos extendió los brazos y levantó a su pequeña por el aire, ambos se reían a carcajadas. Marcos sentía como iban cayendo lágrimas sobre su cara resbalando hasta su cuello. Su risa llenaba la habitación con un sonido celestial provocando un eco de amor placentero. Sarah iluminaba la celda con su dulzura e inocencia, las paredes parecían menos grises, y los rayos de sol entraban con más intensidad por la ventana. Sarah era la felicidad en vida.Se sentaron en la cama y hablaron, jugaron y se rieron durante horas. Sarah iba a una escuela llamada rayuela, allí no solo le hablaban en español, también cantaban y jugaban en inglés. La señorita Bridget era muy buena y con ella aprendían mucho. El patio tenía tierra, césped, arena y columpios y era su momento preferido del día. En casa mamá tenía un novio nuevo, pero casi nunca le veía, y sus cuadros eran feos. En los dibujos que ella hacía, siempre pintaba a su verdadero papá, y le había traído uno, para colgarlo en la habitación donde dormía. Se inventaron que la celda era un castillo escondido, donde él sería el Rey Marcos y ella la princesa Sarah, y cada vez que se reunieran, tendrían el poder de parar el tiempo para que el momento de estar unidos, durase eternamente. Imaginaron cada pared de un color, la del techo azul, para que pudiesen salir volando cuando les apetecieran. Los nervios de Marcos se habían disipado por completo, incluso las preguntas que le hacía su hija traspasaban las fronteras de la cárcel. ¿Cuál era su color preferido, el chiste que más le hacía re&iac! ute;r o el monstruo que más miedo le daba? Sin duda, Sarah era una niña especial, un regalo del universo para compensarle por todas las maldades con las que había tropezado durante su vida. Sentía como si el vacío existencial de su vida había sido llenado, y que ya nadie podría vaciarlo de nuevo. La sensación que le había regalado su hija se quedaría pegada a su pecho durante mucho tiempo. Era una sensación que no podía conseguirse con medicamentos, drogas, dinero o sexo. Era mágica, sensacional. Esta sensación podría llenar una gran parte de sus futuros momento negros. Darle un motivo por el que volver a preocuparse por el día en el que estamos. Volver a hacerle sentir, vivir, existir. Ya no era tan solo un preso del modulo 9. Ahora era el rey Marcos y aguantaría el tiempo que hiciera falta, para poder reunirse algún día, con su princesa para siempre.

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 14.12.2015.

 
 

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