Angel Negro

Niñez



Siempre que me dispuse a ser alguien lo logré, 
muchas veces resultando ser gravemente herido, 
lo difícil era vencer ese temor, 
un temor tan conocido, desde niño, 
que mis padres ya me habían inculcado. 

Cuando entré al jardín de infantes me refugiaba en las ramas de un viejo y débil árbol, 
ese era mi padre, y mi madre era mi abuela,
jugaba con un amigo a que éramos extraterrestres, porque la vida real me parecía, ya en ese entonces, insulsa y aburrida. 

A lo largo de los años descubrí que la vida también era mezquina, 
me bajaron de aquél árbol y me obligaron a sentarme en un escritorio, 
¡Qué crueldad, atar a un niño de 6 años, que lo que más quiere es jugar y correr, y no estar atado a un mueble!
Entonces me revelé, y me escapé para subirme nuevamente al arbolillo, 
La vida desde allí arriba era bella y sin peligros, mi padre árbol me brindaba todo el respaldo y protección que yo necesitaba.

Estaba un día allí tranquilo, cuando de nuevo me vinieron a bajar, me dejaron en penitencia, y me enviaron a un psicólogo a analizar, 
simplemente porque yo quería jugar. 
¡Qué antinatural puede llegar a ser la sociedad!
Mandar a un niño a un psicólogo por querer ser libre y jugar. 

Me cortaron las alas, pero mis piernas vibraban de energía, 
así que me dispuse a correr en círculos alrededor de mi maestra, 
no tenía más a aquél árbol, pero ahora tenía aquellos escritorios, 
construidos con la misma materia prima que mi papá, 
entonces me subí a uno de ellos, luego a otro, y así corrí, 
bailé, y me divertí arriba de aquellos banquillos y mesitas. 

Me mandaron a la dirección y me dejaron en penitencia por jugar alegremente, 
y al llegar a mi casa, cobré unos latigazos de odio que mi madre biológica me dio. 
Estos eran latigazos dolorosos, y no eran dados con cinto, sino con una especie de cables amarillos, de plástico, 
y cuando el plástico hacía contacto con mi piel blanca, 
ésta sangraba tiñendo de rojo a aquellos duros cables. 
Cada vez que jugaba, entonces, iba de inmediato a esconder los cables debajo de mi cama, y muchas veces me escondía yo también ahí debajo, junto a mi instrumento de tortura. 

Pasó el tiempo y dejé de jugar, el juego libre significaba dolor, 
entonces lo dejé de hacer, y me resigné a sentarme en el escritorio, 
dejé también de ver a mi padre y de subirme arriba de él, 
y mi verdadera madre murió, mientras que la otra,
también… 
¡Todo esto se le hace a un niño para que madure y llegue a ser un adulto! 
Entonces la madurez no es sino más que una historia o comportamiento aburrido que nos impide ser nosotros mismos, 
obligándonos a ser insulsos y mezquinos, y lo peor de todo falsos.


Vivir una vida o simplemente transitarla para no poder ser felices haciendo lo que a nosotros más nos plazca, ¡joder! 
Así crecí yo, como tantos otros niños, obligados a ponerse la máscara
y a sentarse al escritorio, amenazado con látigos de plástico, en mi caso.

Ahora que somos adultos y maduros como nuestros padres biológicos desearon, os recomiendo queridos míos que volváis para atrás a reencontrarse con sus verdaderos padres, rompáis en mil pedazos aquel escritorio, queméis los látigos y tiréis por el escusado vuestra máscara.

Quizás te quedéis solo, loco, y sin respaldo, 
pero volveréis a recobrar el sentido de jugar libre por los parques
y de treparse a bellos árboles, haciéndolos vuestros padres, aquellos que realmente te amparan ante cualquier amenaza, todos hijos santos de esta cruel naturaleza.
 

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 13.05.2013.

 
 

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