Fernando Otero

El Recuerdo

La voz en el otro lado del teléfono era de mi hija. Una llamada a la una de la mañana en una noche de sábado era presagio de malas noticias. El silencio se rompió y ella me dice con una voz acelerada y agitada, I am sorry daddy. Por mi mente de padre se presentó la visión en 3D de un carro estrellado, de sirenas y cuarto de emergencias, ¿qué otra cosa podría ser? No, I am fine, dijo, pero el alma sólo me volvió al cuerpo por un par de segundos porque la frase que siguió me resonó con el mismo eco que recuerdo en las procesiones del 8 de Diciembre cuando el padre Goenaga recitaba oraciones, cantos, e instrucciones desde un megáfono viejo que usaba para dirigir la procesión matinal siguiendo el sendero de las velitas encendidas en las aceras. Abuelo Augusto is dead. Así, sin más preámbulos, ni rodeos, ni pañitos tibios, ni poquito a poco. Sin agua de toronjil, o de valeriana. A palo seco. No es que fuera una sorpresa, porque era una noticia que se esperaba, pero a la voz de muerte, vienen las imágenes de almas del purgatorio, de los llantos en la funeraria, de olor de incienso. ¿Are you ok dad?. Si, estoy bien. No te preocupes. Es la vida. Me encuentro recitando lo que he oído cuando he visto a otros enfrentar la muerte. No que me hiciera sentido decirlo, pero sentí que era lo que se necesitaba decir.

Y me senté en el sofá. En silencio. Mi esposa me miraba sin decir nada desde la cocina, secando los platos secos, y preparando una comida invisible. Fue en ese momento cuando lo intenté por primera vez, y fracasé. Quería llorar, pero no encuentré lagrimas. Quería llorar no porque quería, sino porque sentía que debía. ¿Acaso no es eso lo que la gente hace en estos casos?. Es que por alguna razón impregnada en el cerebro existe una formula indescifrable donde el logaritmo del volumen en centímetro cúbicos de lagrimas multiplicado por el número de quejidos y lamentos más horas de insomnio es igual a la cantidad de amor que se siente por un difunto. ¿Es que yo acaso no amaba a mi papá?
Y traté muchas veces. Y fallé miserablemente en todas. Fue en la víspera de mi viaje a Barranquilla, cuando por fin en el silencio de la noche y mientras esperaba que el sueño llegara y recordaba los días de infancia que una lagrima se asomó, y luego siguió otra, y otra hasta que el torrente se desbordó. Y me sentí mal. Porque no estaba llorando por la nostalgia revivida por las memorias. Estaba llorando simplemente por la frustración y la impotencia de no poder llorar. Es decir, lloré porque no lloraba. Y me resigné a que quizás dentro de mí había algo de desajuste emocional que me impedía actuar como debía.

Y fue en el avión que encontré mi respuesta. Por cualquier razón me vino a la cabeza la canción de Ricardo Arjona, Jesús es verbo no sustantivo. Así fue el amor de mi papá, verbo. No era sustantivo, ni adjectivo, ni adverbio, ni pronombre demostrativo o posesivo. Mi papá trabajaba del amanecer al atardecer todos los días pero de alguna manera encontraba tiempo para llevarme a lo que mas me gustaba, los espectáculos deportivos. Hoy que yo soy el papá, que soy el del reumatismo y dolor en las batatas, que soy el que vive las angustias de los cheques que casi rebotan, hoy puedo ver con claridad nítida y diáfana el amor de mi padre. Tengo en mi memoria imágenes de MochilaHerrera, del Benny Caraballo, de la noche de viernes cuando dejaron salir de la cárcel de Sincelejo a Enrique Ohiggins para que viniera a Barranquilla y en el quinto asalto soltara un recto de izquierda que explotó como los totes dicembrinos cuando encontró la mandíbula de Hernan Torres Prent. Tengo en mi memoria imágenes de tardes y noches en el Tomas Arrieta, viendo a Alcibiades Jaramillo, y al Gancho Jimenez, y al orgullo de Cordoba, Santos Berrocal. Tengo en mi recuerdos muchas tardes en el Estadio Municipal viendo jugar al querido Junior, a Dacunha, el Loquillo Ayrton, Nivaldo, Miranda, Victor Ephanor, El Diablo Caldeira y muchos mas. Tengo en mis sentidos el sabor del jugo de corozo helado, de butifarras, de la griteria y mentadas de madre al son del tambor de la Barra Sabrosa.

Si, definitivamente hay que querer mucho para meterse horas y horas en un estadio después de trabajar todo el día, todos los días y aún mas cuando como en el caso de mi papá, le importaba un soberano carajo lo que pasaba en la cancha. Y es que se apareció el recuerdo de ese momento repetido después de cada partido en la salida del estadio de turno, cuando mi papá me tomaba de la mano y me preguntaba inevitablemente la misma pregunta, aja Fer, ¿y quién ganó?
Fue allí a treinta mil pies de altura cuando este recuerdo simple y complejo de nuestras tardes y noches de estadios me llevó a la realización plena y pura de que nunca iba a llorar a mi papá. Y cuando la sonrisa anticipo de risa, se comenzaba a formar en mis labios, la voz del piloto anunció que se iniciaba el descenso. Me relajé y me sentí en paz cuando finalmente comprendí que estaba a minutos de comenzar no una jornada de tristezas sino unos días de celebración

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 14.11.2012.

 
 

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