Ivo Moran

La sinfonía del búnker


En 1933, Adolf Hitler creó la Geheime StaatPolizei poniendo al frente de la prestigiosa institución a Herrn Himmler, personaje de su entera confianza y agudo estratega en técnicas de espionaje. En esos días el nacional socialismo alemán crecía como la espuma. La nueva institución conocida por los alemanes como la Gestapo tuvo ilimitado poder de control sobre la población alemana. Antes que la guerra comenzará, y el nacional socialismo despuntara como un régimen absolutamente progresista, ya se vislumbraba el tinte antisemita como ideología básica del nuevo régimen. La nueva institución, Gestapo, era nada menos que la misma policía secreta, encargada de entrometerse en la vida de cuanto sospechoso hubiese, practicando sofisticados métodos de espionaje ciudadano, que desembocaba en otros de tortura, hostigamiento y exterminio. Las ideas nazis, férreas en sí, establecían la total hegemonía de la raza aria, la raza alemana. La Gestapo en principio, fundó su tarea básica en la individualización de judíos ricos e influyentes, gitanos, delincuentes, o cualquiera que representaran una amenaza para el estado, y todo opositor al régimen Nazi. Los funcionarios de la Gestapo, también desarrollaron valiosas relaciones públicas con industriales y empresarios acaudalados, principalmente, en Ruhr, asegurándose, la continuidad de lo que ya se había afianzado cuando aquel frío invierno del 30 de enero de 1933, Hitler consiguió la cancillería.
Durante los años siguientes, con la Gestapo a la cabeza, Hitler fue desarrollando una tramoya de intrigas y dudas en las que esculcó a todos sus allegados para determinar quienes eran los leales y quienes no. El inicio de la era nazi estuvo teñido de numerosos actos violentos y vandálicos, silenciosos, inducidos por el régimen, que, tuvieron como blanco principal a los judíos, quienes de inmediato fueron acosados por los mismos ciudadanos alemanes alentados por la propaganda antisemita que ya empezaba a florecer en toda Alemania. Al año siguiente, Hitler ya tenía identificados no sólo a los judíos acaudalados, o los que no quería tener dentro de su estado, sabía exactamente quiénes eran sus principales oponentes, y los que le eran, secretamente, desleales. Fue un prolijo trabajo que se llevó a cabo gracias a la Gestapo. En junio de 1934, finalmente, se deshizo de todo escollo que representara una amenaza para su régimen y proyecto: los asesinó. Gradualmente, el régimen Nazi fue implementando campos que destinó a la concentración de judíos, con el único propósito de esclavizarlos e ir aniquilándolos conforme perdían utilidad. Despojó a los judíos alemanes de todo derecho, tarea que fue extendiendo en otros países europeos, los confinó, persiguió, y construyó una máquina de exterminio, con una sofisticación bastante más diabólica que las que utilizaron otros genocidas en la historia de la humanidad. Este hecho, logró despertar la consciencia del mundo, de que entre sus habitantes, existe la tendencia irrefrenable de tratar de extinguir grupos humanos completos.
Conversé por primera vez con Jürgen, antes de haber conocido a Egon Krenz en el Offenenvollzüg de Berlín, sin tener en la cabeza toda la idea y lo que significaba para los alemanes la guerra, y sobre todo, tras ella, la división de su patria, y la posterior colonización de los capitalistas a los socialistas, con los consiguientes fenómenos sociológicos. Jürgen no sólo me hizo el relato del principio de la historia que he referido, también hizo una clara y sabia observación:
- La raza aria, o alemana propiamente dicha, no existe, no existió, ni existirá. Los arios son en realidad una raza de origen nórdico, una raza indoeuropea, por lo tanto, son híbridos. No todos los alemanes somos rubios, mira a mi esposa Bárbara, parece una andaluza –
Y tenía mucho de razón; ya lo he ventilado en anteriores disquisiciones, la cuestión de ojos azules, pelo rubio, y piel blanca, es un simple factor genético hereditario inherente a los genes de cada individuo. En esencia, es científicamente imposible, creer, o pensar que existe una raza determinada que sea pura. Lo he discurrido anteriormente, y cuando conversaba con Jürgen se lo comenté: las razas puras deben ser exclusivamente endogámicas, y, se remiten a lugares remotos y aislados del mundo, posiblemente en las tribus que sobreviven en la jungla del amazonas. Regresando a la conversación, Jürgen coincidió conmigo e hizo una importante observación:
- Tratar de juzgar y entender a Hitler, y a todos sus secuaces, en un plano psicológico, sería como juzgar a Francisco Pizarro y a todos los conquistadores, o hacer lo propio con Hernán Cortés y sus allegados, explicaciones sobre matanzas, penden muchas en la historia universal –
Y tenía razón. Eso no es todo, vamos avanzando en el tiempo, y hay tanto genocida en el mundo, que tendríamos que poner a todos en el banquillo de los acusados: comenzamos por los genocidas tradicionales, los convencionales, los accidentales, los buenomalos, los resultantes, los vengativos y terminamos con los defensores de los esquemas capitalistas que propugnan el genocidio enmascarado de las castas inferiores que alimentan sus sistemas.
- Los genocidas viven entre nosotros – me explicaba Jürgen con el rostro ensombrecido
Estaba totalmente de acuerdo. No hay que ir muy lejos para comprobar que no se respetan los derechos, ni las constituciones, ni la declaración Universal de Derechos Humanos, de eso, ahora que levantó la historia de la neblina de los recuerdos, y la transcribo donde la transcribo, más convencido me encuentro de la aporía abierta en la práctica del derecho en los países latinoamericanos. Hitler fue un genocida y exterminó a cuatro millones de judíos, de eso no hay duda. ¿ Y qué pasa con el genocidio de palestinos en manos de judíos? Con los genocidios de los que han sido objeto los Kurdos por parte de los turcos, y los Tutsis y Utus, y los genocidios de los originarios argentinos, y el genocidio al que se condena a países africanos en manos de sus dictadores vendidos a la corrupción capitalista. Un genocidio quiere decir exterminio, por raza, religión o política: simplemente, aburriéndolos con la disquisición acerca de lo que se discurre en este preámbulo, el abandono de un grupo humano por su carácter racial, o la exclusión de pobres por factores económicos y raciales, obedece a un verdadero factor político, una xenofobia discreta que ha sido aguzada a través de los siglos por las mismas sociedades y sus estados, los genocidios abundan y son practicados en la misma actualidad. Es verdad, Jürguen tenía razón.
Caminábamos por el campo en Oranienburg, cerca de Berlín. El frío de aquella mañana era intenso, la bruma se iba enroscando entre los árboles, uno que otro cuervo graznaba aislado en la copa de los pinos que se hallan diseminados allí, andábamos a paso firme, tranquilos, y todo el entorno estaba perfectamente en orden, limpio, como todo lo que sucede en Alemania. Me indicó precisamente, el lugar por donde entraron las tropas rusas, donde estacionaron los primeros cohetes katuzka, y donde hubo cruentas luchas. Imaginé de inmediato los camiones estacionados en el fragor de la guerra, lanzando los cohetes uno tras otro, éstos, surcando el cielo centelleantes, para hacer blanco en la exangüe línea de defensa alemana y sobre los ya derruidos edificios berlineses.
Jürgen y Barbara habían comprado una antigua casa de campo que fue la casa principal de una granja, con una vasto terreno aledaño a un bosque donde se caza jabalíes, un antiguo e inmenso granero incluido en donde implemento sagazmente su oficina, dándole un cariz moderno que utilizaba las peculiaridades del campo para cubrir diversas funciones estructurales. La renovación les costó una fortuna, e insertarse en ese pueblo, en la pequeña comunidad donde se hallaba, fue complicado: en general eran ciudadanos que pertenecieron al bloque socialista de la DDR, bastante mayores, con algunas familias con jóvenes. Era el año 2001, y aunque ya habían pasado más de diez años desde la caída del muro, los ciudadanos del este, llamados osies, en los lugares alejados de la ciudad, o en pueblos cerrados, no se integraban del todo con el mundo capitalista. La rutina, la dinámica y la forma de vida, de la pequeña aldea no había cambiado en absoluto. Jürgen me contó que el pueblito sufrió la guerra, y aunque la diminuta iglesia del centro del pueblo no fue tocada por el fuego ruso, los soldados, al ir avanzando, saquearon todas las casas. Los pocos hombres que quedaban, eran ancianos que ya murieron o niños que empuñando su fusil, trataron de repeler la monstruosidad ofensiva rusa, y lógicamente fueron aniquilados. Cuando los soldados rusos entraron al pueblo, tras matar a los últimos soldados alemanes que huían de un lado al otro, violaron a las mujeres salvajemente, para continuar el irreprimible avance con dirección al centro de Berlín.
Tras la caminata por el campo, cruzamos el pueblo por el centro, observé que los vecinos nos espiaban ariscos desde sus casas, con la única novedad de poseer autos nuevos y occidentales estacionados, lo demás, se mantenía igual. Estudiaban a los visitantes con un ojo pequeño, con rostros sombríos, frunciendo el ceño, arqueando la boca, observando distantes desde sus zaguanes, sus áticos, y sus casitas prolijamente pintadas cuyos jardines tenían como guardianes esos duendes decorativos que suelen poner frente a las casas. Con tenue saludo respondían toda señal de cortesía. Entendí la razón por la cual Barbara, la mujer de Jürgen, siempre se lamentaba de tener que vivir allí.
La casa de Jürgen y Bárbara era cálida, con una hermosa cocina comedor provista de un horno espectacular donde Jürgen preparaba el cerdo en sus mejores variantes, nos sentábamos a beber cerveza Waissen y a cocinar, enfrascados en charlas imposibles en las que queríamos cambiar el mundo. Siempre supimos que era absolutamente imposible modificar este mundo rastrero. Justamente, en la calidez de aquella casa que el topógrafo había reconstruido, sorteando las miradas de reprobación de los vecinos locales que no aceptaban a los wessis en sus dominios y la hostilidad patente que profesaban contra ellos, y la falta de nexo con la vecindad, empezaron a ocurrir extraños fenómenos, que referiré en su momento.
Uno de los pasatiempos de Jurgen era el de buscar restos de las batallas que se libraron en Oranienburg por la resistencia contra el avance soviético. Allí habían matado una cantidad importante de soldados alemanes debilitados, niños armados, y se había violado mujeres indefensas, muchas de ellas muertas ya por el tiempo. La vida tras la guerra tomó paulatinamente su ritmo regular, quizá, a toda esa gente le costó mucho recuperarse de los traumas causados por la locura y la muerte. Los árboles siguieron siendo árboles, y las ruinas quedaron bajo lo reconstruido, el viento siguió trayendo las brumas matutinas, y los mosquitos renacieron cada primavera para acosar a los lugareños. En esencia, todo regresa a la calma, y el Mal de la guerra tiene un poder de reorganización que sólo encuentra su par en la catástrofe natural. Lo único que no puede regresar a la calma, es el pensamiento humano alborotado por la brutalidad, la muerte y la incoherencia, exclusivo atributo del hombre. Jurgen tenía bayonetas, cascos, un viejo fusil Mauser, un par de pistolas Luger, y una caja llena de balas disparadas y casquillos de diferentes calibres.
- Estos son rusos- decía -. Y estos son alemanes. Esta bayoneta era alemana, y este pedazo de hebilla perteneció a un uniforme alemán - explicaba enseñando sus hallazgos
Jürgen guardaba todo en lo que fue un granero y en ese momento era su oficina, provista de un estilo arquitectónico digno de registrar. En el piso de ese mismo granero, mientras que lo empezaba a acondicionar, había hecho un importante descubrimiento: una puerta. La puerta era de hierro, la halló inesperadamente, estaba toda oxidada, como las de los búnkers en Suiza, esos que están dispersos en los Alpes y los han ido encontrando poco a poco. – La encontró casualmente, en momentos que él mismo hacía los trabajos de refacción y reconstrucción en la casa que había comprado por ochenta mil marcos. Sacando la base de tierra del granero, cuando iba a retirar tierra con una azada, se encontró con la pesada puerta de metal. La puerta poseía una cerradura, y estaba herméticamente cerrada. Buscó de inmediato una barreta, y junto con dos jóvenes empleados, trataron de abrir la puerta infructuosamente, era imposible. La curiosidad es un factor que está presente en cada hombre, e incluso en los animales, lógicamente Jürgen quería saber qué había bajo esa pesada puerta. Los registros de los propietarios de la casa, eran nuevos, porque tras la caída del muro, la casa fue devuelta a los herederos de sus verdaderos dueños, fue en el proceso de repartición de propiedades de la Alemania Oriental. Los herederos, al ser víctimas de proceso de partición de Alemania, cuando se erigió el muro, migraron a los Estados Unidos. Vivían su vida, al estilo americano en la ciudad de Miami, posiblemente comiendo fast food ajenos a los recuerdos de sus abuelos, y padres enterrados junto con el sufrimiento de la guerra. La propiedad fue vendida por intermedio de una inmobiliaria, que se remitió a la venta por el área del terreno, y menospreció la construcción. Los ocupantes de la casa, ciudadanos de la DDR, fueron expulsados de la misma y terminaron en Berlín tratando de recuperar un poco de vida capitalista perdida durante el tiempo del socialismo. Finalmente, Jürgen buscó una sierra eléctrica y una comba de grandes proporciones, trabajó con sus ayudantes durante cuatro horas antes de abrir la puerta. La puerta se encontraba al ras del suelo, y para levantarla se necesitó hacer un gran esfuerzo. Jürgen observó la herrumbre que la rodeaba, y advirtió que en las esquinas tenía una especie de pasadores que estaban prácticamente invisibles por el óxido, y que sin lugar a dudas fueron parte de un sistema de apertura automática. La puerta cayó pesada contra el suelo del granero – explicó Jürgen- inmediatamente sentimos el golpe del olor a cerrado en nuestras narices, como si se hubiera abierto una cripta maldita, sentí una densa presencia entre nosotros, luego el aroma críptico se desvaneció, y mientras nos empezamos a asomar en la entrada, percibí un intenso olor a madera antigua, a escritorio del abuelo, a aceite de armas. Me asomé, y lo primero que observé fue una hilera de escalones que descendía en una escalera caracol, la piel se me puso de gallina, el búnker era más profundo de lo que había imaginado. Los peldaños se hallaban carcomidos por el tiempo, algunos, en la mitad de la escalera estaban partidos. El fondo era oscuro, muy oscuro, y al parecer, desde el final de la escalera había un pasadizo que llevaba a algún otro ambiente. Regresé a la casa y saqué una linterna, y decidido me dispuse a bajar. De inmediato me ofreció compañía uno de los chicos que había trabajado en la apertura de la puerta, asentí sin mediar palabra: bajamos, lentamente con cuidado, tanteando cada escalón antes de depositar el peso del cuerpo encima, asegurándonos de no caer. Tenía una profundidad de unos quince metros, no era cualquier agujero. Llegamos hasta la base, y tal como lo supuse, un pasadizo se extendía frente a nosotros. A los lados había focos de luz, con cables envueltos en tela de arañas, el olor a antigüedad mezclado con aroma a polvo y tierra húmeda, se sentía con mayor intensidad. Percibía una extraña presencia, lo juro, una respiración vaga, de otro mundo, me cosquilleaba la oreja, reflejo inmediato, pensando en un arácnido, sacudí la cabeza varia veces. En el fondo había otra puerta, era de madera. El techo de concreto puro, estaba reforzado con metal. Era un búnker a prueba de bombas, un lugar seguro. No era de extrañar, porque en Alemania todos los civiles construyeron en sus moradas búnkers, sin embargo, este tenía un estilo algo más profesional. La puerta de madera estaba abierta, y del interior sólo se asomaba más oscuridad. Alumbré con la linterna y empujé la puerta, un chirrido desapacible recordó su antigüedad de 66 años cerrada. El interior me dejó estupefacto: un severo escritorio, probablemente francés, de fina madera, cubierto de polvo, se erguía imponente frente a mí, tras él, una inmensa silla toda forrada en cómodo terciopelo rojo, que aunque estaba tapizado en hongos, anunciaba su elegancia. Tras el escritorio había un inmenso mapa de toda Europa, y en él, las rutas que tomaba Hitler en la guerra. En la pared pendía un cuadro del Fürer mirándonos con sus ojos de desquiciado. A los lados había un par de sillones más, y una mesa de centro, con algunos libros esparcidos, entre ellos, destacaba el libro que escribió Hitler: Mein Kampf. Recorrí todos mis derredores con la linterna alumbrando cuanto objeto había adentro: en un de las esquinas, un mueble desvencijado contenía varios fusiles y unas cuantas pistolas: El lugar, a pesar de haber estado protegido, debe haberse sacudido por el efecto de las bombas – explicó – Eso no fue todo, en un lado se extendía un inmenso librero que estaba fuera de su lugar. Me acerqué y alumbré tras él, y distinguí una portezuela cerrada, también de metal. El corazón empezó a latirme aprisa, el muchacho que estaba tras de mí, con mirada chispeante sugirió mover el librero para descubrir la puerta. Deposité sobre el escritorio la linterna, y me percaté que encima había papeles manuscritos, archivos a medio cerrar, y una antigua pluma posiblemente usada mientras todo temblaba. Dejé la tarea de investigar los manuscritos para después. Era impresionante, en aquel remoto lugar, encontrar el búnker solitario. Movimos el pesado librero: el polvo acumulado encima se esparció volátil. Cuando estábamos frente a la portezuela, percibí música lejana, Wagner. - no puede ser – dije en mis adentros. Me volví y miré al muchacho que estaba justo tras de mí, su rostro no reflejaba extrañeza alguna. La melodía, resonaba, llegada de otra dimensión, era imposible que él no pudiera escuchar, si era así, me estaba volviendo loco. – Musik – musitó el joven extrañado comprimiendo el rostro, respiré aliviado, no me estaba volviendo loco. La portezuela estaba cerrada, se le veía muy hermética. Golpee con el puño: era maciza, el sonido hueco avisó que tras ella tenía que haber un amplio espacio. Trae la barreta y las herramientas que hemos utilizado para abrir la puerta de arriba, y de paso, grítale a Bárbara para que te alcance otra linterna, es más fuerte y alumbrará todo esto. El muchacho salió del búnker, desde el escritorio alcancé a escuchar el crujido de los peldaños mientras que él subía. Quedé estático, en silencio, pensando e imaginando lo que se había vivido allí. La música había cesado. Le di unos toques a la puerta y sólo escuché el eco del silencio. Me acerqué a un sillón que estaba en una de las esquinas de la habitación, y me senté. El olor ha guardado ocupaba todo mi olfato. De pronto, escuché dos toques desde el interior de la puerta, eran débiles, como cuando el anciano toca la puerta, me sobrecogí totalmente, los pelos se me pusieron de punta. Aquella guerra, la sordidez de los nazis, sus sistemas de defensa, todo fue una verdadera locura. Eran sádicos, asesinos y despiadados. ¿Quién se habría escondido aquí – pensé sin descartar el temor que me infundía estar allí solo, ante lo desconocido. Ese ruido, ese toque en la puerta... ¿Podría alguien resistir tantos años en esas condiciones? No hallaba respuestas a mis propias preguntas, quizá, la puerta daba al sótano de una casa, no, era imposible, la casa más cercana estaba a cincuenta metros, justo enfrente de la nuestra. – ¿ Hay alguien allí? – Pregunté con timidez. Un intenso pitido invadió bruscamente mis tímpanos, no hubo respuesta. Inmóvil aguardé que regresara el muchacho, tras unos minutos de espera que me parecieron horas, escuché sus pisadas por la escalera de caracol. Forzamos la puerta, fue un arduo trabajo, su resistencia provenía desde le interior, la cara exterior no presentaba orificio alguno de llave, por lo que tenía que haber sido cerrada desde el interior. Con un pico golpeamos contundentemente los bordes, y la puerta no se abría, los marcos estaban revestidos en metal, y no podíamos moverla. Pasamos toda la mañana tratando de derribarla, pero fue imposible. Agotado, propuse subir para tratar en la tarde. En el instante que emergí a la superficie, me sentí aliviado. Eché un vistazo a la inmensa puerta al ras del suelo, y evoqué los recuerdos de mis lecturas de la historia de la guerra, recordé los documentales donde se veían volar las bombas, donde se apreciaba la destrucción, aquel paisaje de desolación y muerte - En el instante que Jürgen añadió éste detalle, mi imaginación, con la facultad que le otorgan sus propias alas, voló de inmediato a ese pasado tenebroso: empecé a imaginar a los soldados desparramados, con los brazos extendidos por el rigor mortis clamando al cielo por una respuesta ante tanta barbarie, los ojos abiertos en cuerpos fríos e inertes, el terreno yermo por el fuego y el paso de las tropas, inundaba el alma de un gris pesar. – Jürgen prosiguió su relato
- El muchacho me siguió y le advertí que no comentaran nada a nadie hasta llegar al fondo del búnker, una vez descubierto lo que había tras esa puerta, era mi deber comunicar a las autoridades acerca del hallazgo. Bárbara me esperaba tomando una cerveza en la banca alta donde suele sentarse.-
Jürgen hizo una pausa, abrí la puerta de entrada de la casa. Bárbara estaba sentada en la banca predilecta, bebiendo su cerveza y fumándose un cigarro.
- Alles gut? – preguntó
- Sí, hemos estado caminando por la campiña – informé en español, ella hablaba un perfecto español andaluz.
Pasé ese día charlando con Jürgen. De manera extraña, no prosiguió el relato que me estaba haciendo una vez que Bárbara estuvo frente a nosotros. Aquel día, preparé masa para empanadas y con la ayuda de Bárbara, amasé con violencia contra la mesa, empolvándome de harina hasta las cejas, riéndonos, cantando y bromeando, fui rellenando las empanadas con carne de pollo. Luego las pusimos en el horno hasta que el olor flotante de la exquisitez acarició nuestro olfato. Comimos inmersos en una amena charla. Tras la comida Jürgen me ofreció salir a la terraza trasera para sentarnos y respirar un poco de aire de la tarde. Jürgen reanudó el relato:
Pasó varias horas forzando la endiablada puerta, con el pitido insoportable en sus tímpanos. Con el pico, prácticamente hubo que demoler los laterales de la portezuela, hasta que de un golpe seco, se desplomó para estrellarse contra el suelo del interior del lugar que protegía. Para ese momento el muchacho que le ayudaba ya había llevado una linterna de neón, Jürgen la tomó y extendió el brazo con la linterna tomada por su asa, e iluminó el interior: había un inmenso y solemne piano de cola, un gramófono de Roca Víctor en un lado, mullidos sillones y finos tapices persas, alfombras sofisticadas, con colores púrpura, bordada en hilos de oro, cristalería, y una inmensa mesa de comedor, en el interior había más puertas, se trataba de una galería subterránea. En uno de los sillones, en el extremo de la habitación, yacía un esqueleto con el uniforme de la Gestapo encima, reposaba en paz en su descanso eterno, la cabeza se hallaba ligeramente inclinada hacía abajo, un brazo pendía al lado del sillón, calzaba imponentes botas ya marchitas, el cuero cabelludo, del color de la arena, caía fino en hebras, el cráneo tenía una visible perforación en el parietal derecho, al pie del sillón, descansaba el arma que gestionó el viaje al más allá del insensato militar, una Luger cubierta de herrumbre.
- ¿Y qué hiciste? - pregunté
- Quedé petrificado, y no sabía que diablos hacer- explicó Jürgen para continuar - Las puertas eran de habitaciones. Fui abriéndolas de una en una, encontramos camas cubiertas de sábanas revueltas, todas tapizadas en hongos verdes, las almohadas estaban allí, daba la impresión que la figura de los cuerpos aún se dibujaba encima, había ropa de mujer, copas, botellas, platos, como si hubiera habido una orgía, en cada habitación había dos camas, estantes, roperos, mesa de noche, las reminiscencias de la vida extinguida. Alguien debió haber retozado allí, algo pasó, señales que allí se había escondido una buena cantidad de hombres y mujeres, comida seca, convertida en polvo, en recuerdo, llamaba la atención ver muchas botellas de vino, y otra puerta de salida que salía a un pasadizo, posiblemente a una casa vecina -
- Entonces – anime a que continuara
- Entonces nada, dejé todo cerrado y acordé con el chico que entró conmigo en no decir nada de lo que habíamos visto. Al momento de salir, les dijimos a los demás que no había nada, que era un agujero vacío. Pasé varios días pensando en la situación, era menester mirar los papeles y descubrir qué sucedió en ese lugar. También por otro lado, en Alemania, donde todo es muy funcional y práctico, y, los Vollks, tienen que ser juiciosos en extremo con los asuntos que impliquen al estado, era mi obligación comunicar a la policía el hallazgo, para que ellos informen al ente competente al respecto, probablemente el ministerio de cultura, yo que sé... -
- ¿ Lo hiciste?-
- No lo hice. Le conté a Bárbara, y se atragantó con su cerveza Waissen. – Estás loco gritó - hay que comunicarlo al Kulturam – Le insistí que quería develar el misterio yo solo, que no deseaba gente extraña dando vueltas por la casa. Nos había costado mucho esfuerzo construir lo que habíamos hecho, renovar la construcción, limpiar el terreno, el granero estaba destinado a ser mi oficina, y ya le había pagado al arquitecto, los planos estaban hechos, y no era lo más adecuado echarnos para atrás. La empresa de mediciones topográficas era muy rentable en ese momento con el auge inmobiliario en la parte oriental alemana. Te imaginas, lo que hubiera significado para nosotros que aparecieran funcionarios del gobierno y me cerraran el granero para que hagan allí investigaciones arqueológicas sobre la guerra. Bárbara decidida, fue a la municipalidad del Besirk, la atendieron con cara de pocos amigos, todos eran socialistas frustrados, hostiles, muchos de ellos extrañan su sistema, otros no. Los de esta área sí. Insistió para conocer los registros de las personas que habían vivido en esta casa, tu sabes que en Alemania se registra todo, hasta los tornillos de los autos están registrados desde que los compras, todo cambio debe ser anotado, se trata de una obsesión muy teutona. Bárbara dio finalmente con el misterio, en esta casa vivió un nazi, y según lo que averiguó se suicidó en el ático de la casa, fue encontrado muerto, colgado de una soga en una de las vigas del techo. Cuando Bárbara regresó con la noticia, estaba pálida, habló a tropezones y me explicó que el que vivió en esta casa, fue probablemente el abuelo de los dueños que nos la vendieron y que vivían en Miami, y que se colgó en una de las vigas del ático. Nos sentimos confundidos, y nos quedamos mirándonos frente a frente, como dos niños asustados. Los ruidos y los pasos era algo de lo cual nos habíamos acostumbrado en las noches. En la cama, nos reíamos juntos de aquellos ruidos extraños, atribuyéndolos a gatos que suelen caminar en el techo, a las ramas de los árboles colindantes que golpeaban con sus brazos el techo y las paredes de la casa, impulsados por el viento, a la vejez de las vigas, cuya madera se dilata y se contrae de acuerdo a las temperaturas radicales que se dan en esa zona de campo. Otras veces, escuchábamos golpeteos en el techo, arriba de las vigas del ático, y lo achacábamos a los cuervos que gustan de picotear entre las tejas, entonces, simplemente nos reíamos. Luego vinieron las preguntas, la noticia de que un Gestapo se hubiera suicidado en la casa donde vivíamos cambió nuestro pensamiento, sacudió nuestra tranquilidad: ¿Qué paso realmente en esta casa? Me lo pregunto hasta ahora. Por un lado, el dueño, oficial de alto rango de la Gestapo, que se llamó Hendrik Müller, acabó con su vida en el instante que los rusos entraban por estos mismos campos y empezaba a lanzar toda la fuerza de su artillería ocupando Pakow, y por el otro lado, teníamos un nazi muerto en los subterráneos del granero, en un búnker recién descubierto en cuyo interior, sin lugar a dudas se escondió mucha gente. Eran muchas preguntas, y pocas respuestas ¿Dónde estaba esa gente? ¿Quién era el muerto que teníamos en el búnker del granero? ¿Cómo es que había un búnker aquí? ¿Qué personas bebieron y durmieron en el búnker, y, por qué tanta habitación? ¿ Adónde llevaba el pasadizo que salía del salón del búnker? ¿Qué vecinos sabían de la existencia de este búnker? -
Jürgen me contó entusiasmado, con lujo de detalles, que no reproduciré para no extender la narración hasta el cansancio, cada paso que fue dando el ejercito ruso, y cómo se desarrollaban las cosas en el fragor de la batalla. Tanto Bárbara como él, azotaron su mente en toda la trama, él estudiando los mínimos detalles de la guerra, y ella, parloteando de arriba abajo para desenmarañar el misterio. Se esforzó en trabar amistad con sus hoscos vecinos, con el sólo propósito de averiguar qué había sucedido. En la casa vecina, moraba una anciana con párpados venosos cuyas temblorosas y marchitas manos, con uñas largas y gruesas, se aferraban siempre a la puerta, limitándose en hacer escuetas referencias del pasado, con inexactitud premeditada. El marido, postrado en una silla de ruedas, pasaba horas como una marioneta olvidada, mirando el campo desde su inamovible posición en la terraza.
La noche se asomó en pueblo, y la oscuridad se alzó como una manta negra cubriendo el día, sentados en la terraza, la brisa fresca que cabalgaba trayendo como jinete al frío, se hizo sentir, observé la concavidad del cielo, y las primeras estrellas centellaban en el lejano universo, de pronto, Bárbara salió de golpe de la casa, hablando sin parar, estaba algo bebida, llamó a su marido haciendo un mohín seductor, lo cual comprendí y entendí de inmediato, lo miré con cierta complicidad, él se levantó y se retiró con Bárbara a descansar bastante temprano.
- Mañana continuaremos con la charla- alcanzó a musitar mientras que desaparecía con dirección a su habitación y besuqueaba a Bárbara en el cuello. Quedé solo, con la interrogante de la historia: faltaba saber que pasó con el nazi del búnker. Me senté en el sofá de la sala y encendí el televisor, sintonicé la BBC de Londres: un poco de noticias, lo usual: guerras, economía, sucesos; terminé apagando la televisión y decidí sentarme a leer. Busqué un libro que leía en esos momentos: Shibumi de Trevian, era fascinante, quería conocer el desenlace final de la historia de Shibumi, leí un largo rato, inmerso en mi lectura hasta que el cansancio descolgó mis párpados anunciando que mejor era ir al sobre: Subí las escaleras, la habitación de huéspedes era justamente el ático donde se había suicidado Hendrik Müller. Entré e instintivamente lo primero que hice fue mirar al techo: las vigas lo sostenían, se veían lustrosas, renovadas, encima de las vigas un par de claraboyas mostraban el cielo que brillaba con magia estelar – Esas vigas – pensé. Allí se había suicidado el oficial, Recorrí con la vista el ático, el piso era de madera nueva, un parqué luminoso muy bien lustrado, una delicada alfombra frente a la cama, un cómodo sillón en un rincón, el escritorio “ad doc”, su lámpara, el aroma a madera fresca, un ambiente acogedor, sazonado con un buen odorífero; y tras todo ello, ¿Qué había? La efigie fantasmagórica de la desesperación y la muerte: imaginé al oficial suspendido en el aire, soga al cuello, estrangulado, con gesto trocado, torcido, y la lengua tumefacta afuera, balanceándose grotescamente por las vibraciones causadas por el estrépito bestial de las bombas rusas, su uniforme impecable desabotonado mostrando su pecho aún tibio, sus botas lustrosas sin tocar suelo firme, elevado, ajeno a todo. Cerré los ojos atando ese látigo mental que azuzaba la imaginación. Me concentré en carneros saltado una verja, en paisajes pintorescos de la selva, del Cuzco y quedé finalmente dormido.
Un golpe intenso me despertó: la luz del escritorio quedó encendida, me sobresalté apoyándome sobre mis manos con el tronco erguido. La calidez de la habitación permitía que duerma destapado, siempre odié esas sábanas tipo sobre que guardan dentro una manta, son típicas en Alemania, me asfixian, la arrimé con los pies, me incorporé - Quizá son Bárbara y Jürgen haciendo el amor en su habitación – aplaqué el incipiente temor. Nuevamente escuché un golpeteo, no podía precisar de dónde venía, un ruido extraviado en la audición, en el espacio - ¿de dónde viene? - me preguntaba. Otra vez, volvió a sonar. Me acerqué con el oído en la pared, sabía que era impertinente escuchar a los amigos retozar en la cama, no es lo más educado, quizá era Jürgen poseyendo a Bárbara de manera salvaje, embistiéndola sobre la cama y sacudiendo catre y todo el mobiliario de la habitación matrimonial, pero no, no era eso, era un ruido impreciso, lejano, sordo, ahogado. Comencé a dar vueltas como un ratón en una caja, mirando los derredores, estudiando todo, buscando una razón, nada. Decidí ir al baño, en las noches los hombres solemos despertarnos para miccionar con una involuntaria erección, salí de puntillas: en el exterior todo se hallaba inmerso en el silencio, sin atisbo de movimiento, pasé frente a la habitación de mis amigos, estiré ligeramente el cuello, avergonzándome de lo que hacía, para escuchar en el interior: nada, cuando me empecé a alejar, alcanzó mi oído el ronquido gangoso de Jürgen: dormían profundamente, no retozaban, no se amaban, sencillamente soñaban. Al regresar al ático, un golpe de frío invadió todo mi cuerpo, la tremulidad se apropió de mí: allí estaba Hendrik Müller, se reía a carcajadas, parado frente a mí, con la pistola en la mano, el ático no era el mismo, los colores eran otros, entre Müller y yo había una soga gruesa que pendía del techo, levanté la vista y advertí que las claraboyas eran diferentes, era el espectador de una cuadro disparatadamente real que no se puede entender, atroz, Müller levantaba el arma y la ponía en su sien, la bajaba y miraba la cuerda, y reía a carcajadas batiendo las mandíbulas, enseñando sus enormes dientes brillantes, empero, no podía escuchar nada, era una carcajada muda, como la imagen de una película muda, en blanco y negro, con un protagonista que hace su papel lóbrego, un papel que invita al llanto.
Describir la secuencia de aquel espectáculo es alucinante, y lo que fue sucediendo después, más aún: Hendrik Müller, el extinto oficial de la Gestapo, deja de reír, me mira directamente a los ojos, me mantengo expectante, inerme, de una sola pieza, se mueve lentamente, deposita la pistola en una silla que no está en el ático y a su vez esta allí en el pasado, la secuencia es gris, borrosa, sobre pasa el entendimiento, Müller sonríe con la mueca nítida de la maldad, se para sobre la silla, y se amarra la soga alrededor del cuello, la ajusta, la anuda, me observa con gesto provocador, la invitación a ver su propia ejecución, todo esta perdido, leo en sus labios, ríe con la soga al cuello, sólo puedo ver esta secuencia, nada más, intento observar el ambiente interior. Mis ojos no pueden ver más que esta película muda, terrorífica, Hendrik Müller, patea la silla, y queda colgado: su cuerpo convulsiona, se sacude, su rostro se torna oscuro, su lengua sale expulsada, entumecida, sus ojos saltan de las órbitas y expira en aquella película en blanco y negro, muda, el cadáver se balancea. Como un sonámbulo retrocedo, aterrado, sin poder respirar arrancó el grito cautivo en mis cuerdas vocales.
Abrí los ojos y Jürgen esta parado al lado de la cama, Bárbara tras él. - Has estado soñando – tranquilizó. Bárbara, estiró el cuello y me calmó: - Jürgen y sus historias asustan a cualquiera, pero no te preocupes si oyes ruidos, los árboles del lado de casa, tienen las ramas muy largas, no las hemos podado por un buen tiempo y con el viento golpean el techo, Herrn Müller está lejos del mundo, no estés pensando cosas que las pesadillas no te van a dejar. Jürgen sonrió, golpeo mi pecho con suavidad paternal diciendo:
- Duerme, mañana hablamos, es tarde -
Al día siguiente, desperté con una profunda confusión en la mente: ¿Había soñado? ¿Qué sucedía en realidad? Escuché de inmediato el ruido de la sofisticada cafetera que tenían en la cocina, solían preparar elaborados cafés con suculentos desayunos. Antes de entrar a la ducha, lancé un vistazo al techo del ático: todo en orden. Pensé en la necesidad de saber cómo era físicamente Hendrik Müller.
- Hendrik Müller, se ha vuelto una obsesión – medité
Sin embargo, una vez comenzado el juego que hacía Jürgen, tenía que llegar hasta el final de la historia. Luego de la ducha bajé al comedor y allí me esperaba Jügen y Bárbara sonrientes. Me hicieron todo tipo de comentarios de la noche anterior: que había estado caminando toda la noche por la casa. Que gritaba, que hablaba en sueños, que entré y salí del baño, y que en definitiva, la historia de Jügen me había alterado.
- Por esa razón le he pedido a Jügen que no me cuente nada más de lo que sucedió en esta casa ni lo que hay en el sótano de la oficina – sentenció Bárbara con tono histérico
- Búnker – Corrigió mi amigo
- Es igual, Búnker sótano, cripta, madriguera, socavón, me da igual. La historia del demonio me costó demasiada ansiedad, y no pude desembarazarme de los fantasmas que veía por mucho tiempo, ¿Sabías que estuve en tratamiento médico por todo eso? Por esa razón le he pedido a mi marido que no hable más del tema, que lo deje de lado y no me acose. Es suficiente. Mira, tú no eres el único que padece estas alucinaciones. Jügen, con la careta de santo que pone, tiene la particularidad de contar la historia y sugestionar a cuanto huésped llega a la casa. Son varios los que han visto a Hendrik Müller colgado de la viga. Yo lo vi – sentenció estrujando su expresión
- Cómo era - interrumpí
-NO quiero hablar de eso – gruñó Barbara – Ya he dicho que esto ha traído bastante complicación en nuestra vida. Ya es demasiado complicado vivir en este pueblo, en este campo, tan lejos de todo y de todos. La gente no sale jamás en la noche. Todos se encierran como ratas en sus casas, y encima, andan diciendo que los espíritus de los caídos en la guerra, aquí, vagan llorosos en las noches, ¡NO! Es demasiado, Por favor, dejemos el tema y si deseas seguir escuchando a mi marido y que te lave el cerebro, te acondicione a escuchar lo que no se oye para que quedarte totalmente sugestionado, allá tú. Estoy fuera del juego.
Tuve que cerrar la boca. Una vez acabado el desayuno, hice una reverencia a Bárbara agradeciéndole, y se limitó a dibujar una tenue sonrisa. El tema la perturbaba. Al levantarme de la mesa hice un gesto a mi amigo y él salió tras de mí. Esa mañana garuaba, antes del zaguán, había un espacio techado donde se dejaban las botas y los impermeables, tomamos un impermeable cada uno y salimos a caminar.
- Lamento que hayas pasado por este momento incómodo- se disculpó – es mi propia culpa, no debería ser tan estúpido de hablar tanto y sugestionar a mis invitados, aunque... es irreprimible –
- Lo entiendo perfectamente – le dije para animarlo a que continúe con la historia, no sin antes averiguar si existía alguna foto de Hendrik Müller
- Sí, hay una. En el búnker, en uno de los cajones del escritorio, la segunda y última vez que estuve allí, la encontré, es una foto antigua, y en ella está Müller y Hanz Grosz, el Gestapo que está en el búnker. Supe que eran ambos porque en el reverso estaban los dos nombres escritos, y Grosz guarda en su uniforme su identificación militar-
-¿Grosz? Como el pintor y caricaturista - interrumpí
- Efectivamente. También lo sé, no porque lo haya sabido, sino porque a partir de conocer su nombre traté de indagar. Paradójicamente Grosz el pintor, escapó de Alemania porque sus caricaturas y pinturas ridiculizaron más de una vez el militarismo nacionalista alemán. Sus publicaciones en el “ Lustigue Blätter “ fueron la causa para que en 1932 se haya visto forzado en abandonar Berlín y refugiarse en los Estados Unidos. La pregunta es qué unía a Hanz Grosz de la Gestapo con el Grosz caricaturista. Posiblemente eran homónimos y antagónicos. Por otro lado, es llamativo el hecho que la familia de Müller también se haya ido a los estados Unidos, y que la familia de Grosz, el militar, también lo hayan hecho, como lo hizo el pintor. El misterio quedará. Hanz Grosz, por un lado ayudo a escapar a algunos judíos, y por otro lado bajo la obediencia debida, tuvo que incurrir en la misma persecución. Hendrik Müller, verdadero dueño de esta casa, tuvo a sus vecinos aterrorizados, y vivía esculcando sus acciones, entre ellos hay uno por lo menos que fue cómplice de Müller. Grosz y Müller fueron muy amigos, pero algo siniestro los unió y desunió. Especulé siempre en la misma lealtad a Hitler.
Mientras hablábamos, no me daba cuenta de cuánto en realidad avanzamos caminando, la casa estaba a miedo kilómetro del pueblo, y frente a ella, había unos tres vecinos más, los cuales, según me contó Jürgen, siempre se mantuvieron a distancia de la pareja. Sentir la garúa en el rostro, el mes de noviembre, es el preludio del duro invierno que castigará la zona campestre de Oranienburg. La humedad fría, sumada la amena conversación, y a pesar de barajar un tema que aparentemente suena fabulador, hacían de aquel momento un verdadero deleite. En un instante ambos nos percatamos que estábamos entrando al pueblo, levanté la vista y de inmediato descubrí la mirada turbia de un vecino, un hombre muy viejo con profundos surcos en el rostro que le daban una expresión dura. Sugerí cambiar de rumbo y emprender la marcha a través del bosque para poder seguir charlando. Me interesaba saber qué paso con el búnker que encontraron bajo el granero y si en realidad se averiguó dónde llevaba ese pasadizo. Finalmente tras cruzar la zona de casas, emprendimos la caminata por el bosque, hasta llegar a un claro donde había un inmenso tronco reposando en el suelo, y aunque muerto, estaba rodeado de vida: la humedad, por doquier, avivó los recuerdos de mi infancia, mis caminatas en la residencial San Felipe, en un país tan lejano como el Perú. Había una serie de hongos que crecían adheridos en la base del tronco caído, el musgo, los pequeños e imperceptibles insectos sobre él; evoqué de inmediato las explicaciones de mi hermano: de los hongos que crecían en los jardines de la Residencial, de los champiñones que servía la mamma en sus sabrosas comidas y su comparativa con los hongos de los jardines, de toda la vida que existe en el musgo recordando las veces que puso musgo en su pequeño microscopio, revelando el universo microscópico que existe en el mundo. Sentado allí, cerca de Berlín, lejos del mundo al que pertenecía, podía transportarme a cada referencia de mi propio recuerdo. Pensé también en el mundo infinito e inexplorado de la inexistencia humana, el ser y no ser un ser ausente en el mundo carnal, el poder de la mente, y el poder de la sugestión, la verdad y la no-verdad. Jürguen me observaba pensativo
- Todo esto te confunde ¿No es cierto?
Me limité a asentir. Esa mañana Jürgen se despachó con la historia completa. Al retornar al búnker, ya había decidido con Bárbara no comunicar nada a las autoridades, llegó a la conclusión que definitivamente, no era lo más apropiado. Sus proyectos empresariales y la propia estabilidad de la pareja se verían amenazados: un descubrimiento así, implicaba la injerencia de extraños para develar la verdad de la historia, para que historiadores, arqueólogos, buscadores de la memoria, y de hechos ocultos que sucedieron en la guerra, emerjan como miles de abejas que desean entrar en su enjambre, allí esta la miel, lo que ellas más buscan y protegen. No podían darse el lujo de ser ciudadanos ejemplares sacrificando su propio sacrificio en aras de la historia, total, ya todo estaba dicho, y lo que hubiera pasado con Grosz y Hendrik Müller, ya estaba hecho. Müller estaba enterrado en un lúgubre cementerio cerca al pueblo, con una lápida negra, sin un epitafio que hable de él como un ser humano ejemplar, tan sólo indicando nacimiento y muerte, Requiescat im Pace. Una tumba más entre miles de tumbas. NO sabemos ni sabremos exactamente el lugar preciso de cada muerte, el hecho es que allí murieron demasiadas personas. Grosz por su parte, nunca fue enterrado, su esqueleto uniformado, seguía en el búnker, con aquel orificio de bala sin salida en el parietal derecho, la Luger a sus pies y el anuncio que algo sucedió allí. ¿ Y qué fue lo que sucedió? Jürgen me explicó que regresó con el joven al búnker, bajando por la escalera de caracol, entrando al despacho, y luego accediendo al salón con el imponente piano de cola francés, que hoy en día debe costar una fortuna. - Era un piano del siglo XIX, una maravilla- contó Jürgen - La segunda vez que llegó allí, conforme se acercaban al salón del piano, aquella lejana música los volvió a envolver, sobrecogidos se quedaron inmóviles, una melodía larga: se trataba de Johann Sebastian Bach, La Gran Misa en Si Menor, una sinfonía que no emergía del piano, tampoco del gramófono, provenía de la misma dimensión que la noche anterior secuestró mis sueños. Durante dos días Jürgen estudió todos los documentos del escritorio, halló listas de nombres judios y pasaportes con los que posiblemente ayudo Grosz a escapar a algunos de ellos. También encontró un listado de sospechosos de poseer identidad espuria, con direcciones consignadas e directivas que estaban dirigidas a realizar determinadas detenciones. Müller, era el encargado de ejecutar el procedimiento. En el pueblo, había un fervor altamente leal al nacional socialismo, aunque Müller sospechaba de todos, razón por la que, al pasar al lado de la DDR, ellos, prefirieron siempre la doctrina socialista. Los huéspedes de las noches anteriores a la invasión rusa, probablemente escaparon por el pasadizo, el cual, daba a más casas. Jürgen y el joven, provistos de una linterna, ingresaron a una red de túneles que recorrían cientos de metros por debajo de la tierra. Buscaban una salida, una pista, pero cada desembocadura estaba sellada con cemento. Salían a la superficie, y orientándose, recalaban en una vivienda, o merodeaban entre las casas tratando de encontrar alguna señal avizora. Esos dos días entraron y salieron muchas veces, llegando a la conclusión que los pasajes secretos recorrían el pueblo, y entraban y salían de distintas casas. Me dijo que al recorrer aquellos pasajes subterráneos, una densa omnipresencia los aturdía. Por momentos su curiosidad se vio flaqueada por el temor a lo desconocido, porque la música empezaba a emanar de la nada en los momentos menos esperados, y mientras se iban acercando a las puertas selladas, un murmullo de ultratumba, interjecciones guturales y secas, pisadas y pasos que corrían inundaban el ambiente aterrorizándolos. Había porciones de los túneles totalmente anegadas, repletas de filtraciones, con paredes resquebrajadas. En el escritorio de antesala al salón principal del búnker, hallaron una extraña carpeta, revestida de cuero y atada con un cordón dorado que en su tapa rezaba: Geheimegesellschaftt (sociedad secreta) en cuyo interior había una serie de instrucciones para evadirse cuando la guerra estuviera concluida. Por alguna razón, ellos, Hanz Grosz y Hendrik Müller, sabían que perderían la guerra, estaban preparados. Jürgen me relató que estudió al detalle la carpeta, los destinos finales eran Estados Unidos, Argentina y Chile, en la lista de los miembros de la sociedad, había muchos nombres, entre ellos, algunos vecinos del pueblo. También advirtió que contaban con depósitos millonarios en Suiza y en bancos latinoamericanos de Brasil y Argentina. El plan era huir, escapar de la locura y encontrase en alguna parte que no se precisaba. –Es posible – relató Jürgen con el rostro ensombrecido – que hayan tratado de escapar antes, no obstante, el avance de los rusos no coincidió con sus cálculos. Es probable, que muchos de los que estuvieron ocultos aquí, durante el tiempo que hayan podido permanecer, fueron protegidos por las familias que hoy viven en este mustio pueblo. Estoy seguro, que todo lo que se cocinó en el búnker, fue un secreto a voces en el pueblo. El descubrimiento era demasiado pesado para sacarlo a la luz, y las manifestaciones de melancolía, a través de la música, los murmullos y las voces lejanas en los pasadizos, anunciaban que el sufrimiento y la desesperación seguían allí. El ser humano, pierde la consciencia ante el placer y el dolor, como lo dijo Platón, enfocando este principio, el poder, producto de la prosperidad, y la riqueza, colman de un placer, que con el tiempo y su control, se vuelve subliminal en la persona, e inconscientemente lo empuja a hacer estupideces, a perder la consciencia, ha cometer actos errados. El dolor, extendido, la pérdida de lo material y del poder, hará su efecto análogo en los afectados.- Jürgen filosofaba, y especulaba.
Decidió tajantemente cerrar el búnker, llenar la entrada de piedras y cemento, colocar hormigón y dejar a Han Grosz descansar en paz, en el mismo sillón donde se suicidó cuando se vio sitiado. El joven que lo acompañó, impulsado por la curiosidad, e interesado en la intrigante historia, decidió indagar por su cuenta, preguntando en las casas donde suponíamos salían los túneles. Visitó a cada familia, mayormente constituidas por ancianos o personas mayores bastante apagadas, muchas veces hostiles o desconfiadas, le cerraron la puerta en la cara por el hecho de mencionar a Grosz o Müller.
- Lo que debemos determinar es, quienes estuvieron aquí, dónde están – insistía el joven Alexander - explicó Jürgen. El punto es que se la pasó preguntando con vehemente impertinencia a todos los que pudo, despertando un profundo malestar, que se extendió a nosotros, razón por la cual hasta el día de hoy nos miran mal. A mí poco me importa, la que sufre con todo esto es Bárbara quien vive confina en la casa y tiene episodios de ensimismamiento, pasea en las noches por la casa cantando sola, al momento de despertarme, a menudo la encuentro sentada en la sala escudriñando la nada. El aislamiento le hace daño, y se desprende de la frustración haciendo compras exageradas en Berlín. Sólo te puedo decir algo, y es que las voces nunca han cesado, los murmullos, los suspiros, y la música. Escapan del suelo del granero, haciendo de la noche una verdadera pesadilla a quien se atreva a pernoctar allí. Por esa razón no estamos jamás en las noches en ese granero, es una oficina que sólo funciona de día. La puerta fue sellada con todo lo más pesado que encontramos, obstruimos la entrada con grandes piedras, cemento, tierra y hormigón y encima se puso una doble loseta de concreto, aún así, la música escapa en las noches, parece que emergiera de los intersticios de las paredes que se resquebrajan inexplicablemente. Alexander murió unos meses después de cerrar la entrada, apareció muerto en Kreoizberg, tirado como u perro al lado del Spree cerca de Hermanplatz, estaba degollado. Nunca se dio con el autor del crimen, tampoco se pudo aclarar razones o circunstancias.
Desde aquel día, cada vez que fui de visita a cada de Jürgen y Bárbara, les agradecí la hospitalidad que me profesaban, sus modos amables, pero decliné las invitaciones a quedarme a dormir en su casa. Me limitaba a ir, almorzar y salir corriendo antes que la noche engulla el día. Cada vez que acudí a sus invitaciones, sentí la carga de miradas que escapaban de las ventanas de los vecinos. Con el tiempo, noté que Jürgen y Bárbara iban cambiando, deteriorándose, ella, sumergida en una extraña alteración, y él, absorto en inescrutables pensamientos, entonces, no regresé más. Lo último que supe de ellos, fue que abandonaron la casa, su proyecto, y se trasladaron a un pequeño pueblo en Jaén España, donde compraron una hermosa casita cerca de las montañas. Estoy planeando visitarlos, esperemos, no exista una nueva historia, de los fantasmas que dejó la guerra civil española, que con seguridad, vagan en los olivares de esa hermosa región.


Ivo Moran Albonico Gasparotto Marzo 2010

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 09.07.2012.

 
 

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