Ivo Moran

Los Niños Luminosos de Paracas



En el Perú, la revolución del General Juan Velasco
Alvarado, ya había dictado la pauta férrea de llevar el país con dirección a
una justicia social de carácter socialista, eliminando burocráticamente a la oligarquía;
todo hecho sin fuerza, con la delicada persuasión del poder militar
acuartelado, un par de tanques estacionados frente al palacio presidencial,
soldados con fusiles que no dispararon un solo tiro en el desplazamiento del
gobierno, y, con un golpe revolucionario que no costó ni una sola vida y
expectoró en piyama, al exilio, al entonces presidente de la república, Don
Fernando Belaune Terry.
En esos días, mi visión de la vida, como es lógico,
era muy diferente. Han pasado muchos años, “tantos” que hasta los hielos se
derriten en el planeta, se hizo un agujero en la capa de ozono que protege la
tierra, se han extinguido unas cuantas especies de animales, en la tierra, en
el mar junto con algunos de los biólogos interesados en su salvación, y los
rayos solares se volvieron más peligrosos. Todo esto es francamente analizable,
no sólo eso, es ponderable hasta el punto de buscar un consenso por la buenas o
por las malas. El escollo que interrumpe el cambio estriba en el egoísmo y
estupidez supina generalizada entre los que detentan el poder económico y no
les interesa el futuro de las generaciones venideras: en miles de años no se
hizo tanto desmadre con la tierra por manos de los hombres como en estos
últimos cincuenta años. Han pasado tantas cosas en este mundo, en tan poco
tiempo, que la memoria histórica tendrá que reproducir mucho más páginas en
estas décadas, que en millones de años, especialmente, por los detalles que se
han ido creando, cosecha del brillante, peligroso, maravilloso y perverso,
cerebro humano. Sin embargo, a pesar de todo lo transcurrido, mi memoria aún
conserva la película de aquel entonces. Basta que cierre los ojos y apriete el
cráneo, para estrujar el cerebro, echar 
a andar el rollo, y como los antiguos proyectores de ocho milímetros,
veo la secuencia:
Llega el año nuevo, paso la noche correteando en la
calle Río de Janeiro, jugando con  “mis
amigos” como llamaba de niño a los vecinos: Coco, Ramón, Bijou, pisamos rasca
pies, detonamos algunos petardillos, mi tío Armando nos cuida, nos ayuda, y los
días pasan ligeros. Mi hermano y yo, estamos impacientes por salir de Lima, mi
padre nos dijo que iríamos a pasar los tres meses de verano a Paracas, a la casa
en la playa, con la tía Norma Madueño, la sobrina de Don Donofrio, el dueño de
la fábrica de helados y chocolates Donofrio. La tía Norma, era nuestra vecina
en la quinta en la que vivíamos en Arequipa, ella, como su esposo, Alberto
Madueño, eran amigos de mis padres. Nosotros jugábamos con Albertito, Rocío y
Marisol, los hijos de los Madueño. Hay una casa de verano en Paracas que
compartiremos con esa familia, habrá una buena cantidad de niños y chocolates
Donofrio. Estarán Albertito, Rocío, y Marisol que es rubia y en Arequipa la
observaba encandilado, ya habíamos jugado con él y sus hermanas mayores en El
Vallecito, la zona donde vivíamos en Arequipa.
Acorralo a mi padre con preguntas, el siempre las
resuelve contento, ahora más que nunca, hemos estado distanciados un buen
tiempo, especialmente las relacionadas con la historia: me explica que se
trataba de operaciones cerebrales, que se hacían, dos mil años atrás.
- Cuiden a esas muñecas que ya regreso para cortarlas
en pedazos- amenazo. Carmen la aprieta contra su pecho protegiéndola de mi
anuncio, Maruja se incorpora y grita: idiotas - mi papá los va a llevar a la
policía - Carmen se ríe, le doy la mano a Carlos solemnemente, siento un pellizcón
en la espalda, me vuelvo, allí está mi hermano: - Apúrate huevón que ya nos
vamos, ¡ayuda a cargar las cosas carajo! -
Mi padre se ríe - tu repites la palabra puta ¿sabes
que es una puta? Antes que contesté, mi madre explica: - una mujer mala – Mala,
mala puede ser una bruja- pienso - Malo es muchas cosas -. Mi padre se ríe y
aclara: - La mujer que cobra por sexo- no lo alcanzo a imaginar, está fuera de
mi comprensión Mi hermano está a atento y dispara: - papá ¿qué pasa si una puta
tiene un hijo?- nace un hijo de puta - repone mi madre rompiendo a reír a
carcajadas con mi padre.
- Son chupinas – informa mi padre, es el viento de la
tarde, la paraca, no se puede entrar al mar en las tardes, es peligroso. Mi
padre empieza a darnos una serie de advertencias: las rayas, están en todas la
bahía, los pastelillos (rayas pequeñas) descansan en la mañana, sobre la orilla
donde el océano reposa suavemente, pues se pone muy tranquilo y el viento de
levante cesa completamente. Hemos llegado a la casa:
Paso dos meses maravillosos jugando en la playa,
buceando en la orilla y cazando con el arpón bajo el agua, rayas de distintos
tamaños. Albertito me presta un arpón Champion baby, un arbalette francés,
efectivo para la caza submarina practicada por niños. Nos dan una chalana y en
las mañanas remamos por la bahía, en las noches, todos extenuados por el día,
dormimos en una habitación, cinco niños, y comemos galletas Donofrio, Sublimes,
helados, mermelada. Mi madre va a Pisco una vez a la semana a hacer las
compras, y mi padre, junto con Alberto parte dos veces por semana en un pequeño
yate, con Fredy Blume, a las islas, a todos los lugares posibles donde puedan
hacer una buena caza submarina, regresa con ejemplares inmensos de lenguados,
meros gigantes, cabrillas descomunales, pintadillas, todos esos peces ya
pescados y arponeados en un certero lugar – todos hablan de Fredy Blume, es un
cazador submarino imbatible, puede sumergirse largo tiempo bajo el agua y
siempre emerge con una pieza en la mano, arponea sus presas con exactitud
matemática, disparos tan certeros que siempre da en el mismo punto, fulmina a
cada pez que caza. Los banquetes de pescado son extraordinarios en la casa de
playa, una larga mesa colmada de voces cantarinas: - pásame esto, dame aquello,
quiero agua, no me gusta esta parte, risas, bromas; mientras, las madres: -
cuidado con las espinas, no ensucien el mantel, come bien, no dejes el arroz,
límpiate la boca, no juegues -. Despertarse en aquella casa, con el olor a
océano impregnado en las narices, los chillidos de las gaviotas suspendidas en
el aire, y con el olor pestífero que de cuando en cuando la harinera de pescado
envía con el viento, es reconfortante. Sentir el sol, ver la grandeza de la
playa, todo es grande, imponente, espectacular. Camino todo el día sin nada más
que mi ropa de baño, no utilizo zapatillas, sandalias, quisiera estar desnudo “in puris naturálibus”  El verano transcurre cargado de emociones.
Caminamos por el desierto, llegamos a un antiguo depósito de agua y encontramos
allí inmensas lisas que no entendemos cómo pueden vivir allí, el lugar es
árido, un ambiente lóbrego, misterioso, abandonado, que anuncia vida ausente
que insiste en su presencia con los recuerdos marchitos de su estructura. Son
depósitos de agua olvidada, verde capaz de asfixiar, con algas extrañas, y esos
peces inmensos y rápidos viviendo allí, es enigmático, un depósito con
motobombas oxidadas, con tubos desprendidos. La vida en el verano de Paracas es
lo más bello del mundo, los atardeceres son espectaculares, y mi mente viaja y
viaja en cada instante. Mi padre, una noche, antes que se marche, pues nos
dejará dos meses más en esa casa, nos hace una referencia histórica que es
avalada por Alberto.: Paracas fue el dominio de una gran cultura, cargada de
conocimientos, con técnicas médicas y textiles únicas en la historia de las
culturas preincaicas, con una policromía en sus telas y cerámicas que no sólo
han  perdurado en cientos de años,
también con un sistema  de organización
único, en pocas palabras, un mundo que suena feliz. Además, nos cuenta: ustedes
todavía no conocen el extremo final de la bahía, y allí, si caminan hasta ese
lugar, pasando la inmensa casa de Richard Custer, verán que hay  pantanos en la orilla de la bahía, son algas
y depósitos orgánicos que están allí hace cientos de años. Allí encontraran
flamencos, bellos flamencos de colores. Para que sepan, fue el lugar donde
llegó Don José de San Martín en su expedición libertadora, cuando vino a
declarar la independencia del Perú, cuando vino a expulsar a los malditos
invasores que destruyeron el imperio incaico. Dicen que estaba cansado, tomó su
caballo y salió cabalgando por la orilla de la bahía. Desmontó y quedó mirando
los flamencos, San Martín quedó dormido allí, en esa playa, hace más de cien
años, y soñó que los flamencos volaban frente a él y dibujaban con su vuelo y
sus colores, la bandera del Perú, entonces, así, creo los colores de la
bandera. Vayan por allá y conozcan ese lugar, eso sí, siempre saliendo temprano
sin regresar tarde, tienen nuestro permiso. Alberto Madueño, más pequeño que mi
padre, da un salto y se pone a su lado, nos mira con su expresión inquieta, y
dice: vayan, vayan rápido si quieren conocer el lugar. Y vean a todos esos
flamencos. Quedo pensando en San Martín, lo imagino a caballo, en un caballo
blanco e imponente, con su uniforme marcial colmado de laureles bordados en
plata, botones dorados, las charreteras importantes, las botas relucientes con
espuelas de plata que fulgura con los rayos brutales del sol. Pende en su
cintura un largo sable para decapitar españoles abusivos; desmonta y cae
rendido, entorna los ojos que he visto en los libros del colegio, azules y
fríos, que contrastan con su negro cabello argentino; mi imaginación vuela como
halcón peregrino.
Decido salir caminando por la playa con rumbo al final
de la bahía, es más interesante conocer el lugar donde San Martín soñó con la
bandera del Perú, ver a esos flamencos. El sol es fuerte, quema, empero, no me
interesa, los reflejos del mar me hechizan, los piqueros se descuelgan desde el
cielo como aviones atacando sus blancos en una guerra, y realizan sus clavados
espectaculares, emergen con un pez en el pico que se sacude por la vida,
percibo el viento de levante, la paraca, he contravenido el consejo de mi
padre, no me interesa, quiero llegar hasta el lugar de los flamencos. Camino y
camino, corro, recojo caracoles, valvas de abanico, y observo inquieto los esqueletos
de las gaviotas muertas en la orilla mientras los cangrejos carreteros se dan
un banquete con sus restos. Dejo la zona de las casas, la última, en la curva
final de la bahía, es la de los Custer, está a distancia de la playa, un arenal
media entre la casa y la orilla, tienen su propio muelle y un yate está anclado
cerca, se mece con el vaivén de las olas que empiezan a azotarlo, el viento
arrecia, no me importa, sigo caminando. He dejado atrás las casas, estoy solo
con la naturaleza. Conforme voy avanzando, empiezo a percibir el aroma a los
sargazos, a la acumulación de algas en la orilla, me acerco y trato de caminar
con los pies en el agua, a esa hora ya no hay pastelillos, el agua está muy
batida, mis pies empiezan a empantanarse, cada paso extrae con un “in promptus” el sonido vacuo que libera
el efluvio atrapado de la descomposición orgánica, mis pies y mis pantorrillas
se tiñen de negro, oscuro, es una sensación inefable. Continuo la marcha, me
despojo de la camisa, me siento libre, no me concibo como un niño, como un
infante párvulo, me siento parte de todo ello, de ese mundo, el mundo en el
cual deseo quedarme. Levanto la vista, y diviso impresionado cientos de
flamencos, sus patas largas entran como palos en  el agua, parecen pájaros de otro mundo
posados sobre largos zancos, sus pescuezos se tuercen, contorcionan y zambullen
sus cabezas en el agua, picotean, es increíble, arranco a correr, a gritar sin
que nadie se pueda quejar y una bandada de flamencos, los más próximo a la
orilla despegan abruptamente, despliegan sus alas con sigilo, y las baten, con
fuerza, como aviones imposibles, y aquellos colores, ese rosado casi rojo, los
veo suspendidos en el aire, sí, es la bandera del Perú – me digo – lo que vio
Don José de San Martín, el libertador del Perú. He corrido una y otra vez,
gritando solo, feliz, finalmente, agitado, con la respiración acelerada, el
corazón en la boca, caigo a la arena riendo solo, sin interesarme en nada ni en
nadie, de espaldas sintiendo la humedad en mi piel, con los brazos extendidos
en cruz, las nubes pasan con formas de animales, con caras, flotan el cielo y
se deslizan con el viento, olvido a mi padre, a mi madre, a mi hermano, al
mundo entero. Siento una caricia en la espalda, la yema de los dedos de alguien
me roza suavemente, saltó sobrecogido. Me vuelvo y me encuentro frente a frente
con seis niños: tienen el pelo muy oscuro, sus ojos almendrados son negros, el
color de su piel es oscuro, barnizado, bruñido, llevan en la cabeza una especie
de vincha, de colores muy intensos. Se miran entre ellos, me sonríen,
corretean, me incorporo mirándolos lentamente, estudiándolos, poseen un extraño
brillo en sus pieles, me llaman con señas. Hablan otro idioma, un idioma que no
he escuchado jamás, trasmiten tranquilidad, refuerzan el momento de paz.
Vuelven a llamar con señas, uno de ellos está parado frente a mí, su intensa
mirada atraviesa la mía, los demás revolotean a su alrededor, Los sigo,
entramos al agua, chapoteamos, jugamos, hay dos niñas entre ellos, son
hermosas, delicadas, las observo, llevan un atuendo diferente al de los
varones, están cubiertas en el torso, muestran sus ombligos, sus piernas son
delgadas, ágiles saltan, caminamos unos trescientos metros rodeando la bahía, y
ellos corren, yo corro con ellos. Ignoro cuantas horas han pasado, pero estar
con ellos es lo mejor que he sentido en mi vida. De pronto, escucho gritos, un
bocinazo lejano, me hallo a la altura del vértice final de la bahía,
prácticamente al otro lado, la carretera que conduce a Punta Pejerrey la
circunda, y en ese punto se acerca, me doy vuelta y como un espejismo, entre el
reflejo de verdaderos espejismos sobre el arenal, descubro la camioneta
Vollkswagen de Alberto Madueño. MI padre está acercándose, cruza con dificultad
el arenal hundiendo los pies en la arena, mi madre ha descendido del auto y
está parada al lado de la camioneta fumando un cigarrillo. Me vuelvo, y los
niños se encogen de hombros, me miran lejanos, con miradas transparentes, sus
ojos negros intensos me observan, sus dientes adamantinos, sonríen, y me hablan
en aquel idioma extraño. Mi padre está cerca, y yo me vuelvo y les hago adiós
con la mano, me despido. – ¿De quien te despides? Te has vuelto loco - grita mi
padre, un grito que se ahoga en el viento - mis amigos, ellos están allí, están
frente a mí, - allí no hay nadie, te ha dado el sol, vamos, nos has dado un
susto terrible, tu madre casi se muere de la angustia - reprime severo y
aliviado. Mis padres me han venido a rescatar. Me subo en el auto aguardando la
feroz reprimenda de mi madre, un cocacho en la cabeza, pero nada, están en
silencio, murmuran entre ellos, hablan de mí.
Aquella lejana tarde, en el momento que llegaron mis
padres, eran ya las seis de la tarde, las horas se habían esfumado sin que lo
percibiera, jugando con aquellos niños que mis padres no pudieron ver. Regresé
días después, acompañado de todo el grupo de niños que vacacionaban en la casa
de la playa, iba guiando el grupo con orgullo, como el conocedor aventurero que
ya sabía exactamente dónde se hallaban los flamencos, fue nuevamente un
espectáculo extraordinario. Todo el tiempo estuve pendiente, escudriñando mis
derredores para avistar la presencia de mis amigos, los cuatro niños y las dos
niñas que aparecieron de la nada y que me acompañaron durante esa tarde, pero
no lo veía. Justo antes de emprender el regreso, levanté la vista y los pude
ver parados en el borde de la orilla a unos doscientos metros, se encontraban
uno al lado del otro, divisé sus perfiles inmóviles, sobre ellos revoloteaban
las gaviotas, parecía un espejismo. Levanté la mano y ellos hicieron los
propio, me saludaron, estaban allí. Los niños que estaban conmigo me miraron
extrañados, dibujando expresiones de risa, de burla – ¿a quien saludas? ¿ A las
gaviotas? – Ellos no los veían, nadie los veía. - sí a las gaviotas – contesté
a secas Las siguientes semanas, me alejé de los niños de la casa, dejé de jugar
con ellos, y empecé a comportarme de manera introvertida, sinceramente, ya no
me interesaba jugar con Albertito y sus primos, ni perseguir a mi hermano. Me
las agencie para ir temprano al otro lado de la bahía, sin despertar sospechas,
corriendo, haciendo mi maratón personal. Los volví a encontrar, y se hallaban
en el mismo sitio, correteaban, saltaban en la orilla chapoteando, las niñas
despertaban un sentimiento especial en mí, su ropa era llamativa, con dibujos
incaicos, de colores policromados, con vinchas diferentes a las de los varones.
Jugué con ellos, me enseñaban situaciones de su mundo mediante dibujos en la
arena, y conversábamos con señas, sellando los diálogos inauditos con risas y
abrazos Eran niños perfectos, sencillos, agradables, deseaba pasar más tiempo
con ellos, sin embargo, no era posible porque sabía que me esperaban, y ante mi
ausencia, vendrían por mí, y me hallarían nuevamente solo, sin poder explicar
los mayores que estaba acompañado por niños maravillosos. En el cuarto
encuentro con ellos, el día se nubló ocultando el sol, una intensa neblina
emergió procedente del mar, era difícil determinar la hora pues me guiaba por
el sol, y cuando empezaba a descender, calculando el punto entre Punta Pejerrey
y el sol, sabía que era ya la hora de partir. Estar con mis amigos, terminaba
con el tiempo, acababa con los minutos, y me catapultaba a una sensación que
nunca seré capaz de describir en vida. Advertí esa tarde, que ante la ausencia
del sol, y la presencia de la bruma marina, aquellos niños poseían un fulgor
que emanaba de su cuerpo, un brillo desconocido en cualquier niño que haya
visto, una luminosidad de luciérnaga. 
Cerca de la playa, habían una serie de osamentas de ballenas diseminadas
que no había visto en mis anteriores excursiones, los niños me la enseñaron,
estaban enterradas a flor de tierra, levantamos entre varios una inmensa
costilla, desenterraron una vértebra del tamaño de una mesa de noche, y acto
seguido, en la orilla de la playa, dibujaron una ballena para darme a entender
que aquellos huesos gigantescos le pertenecían, cuando levanté la vista,
estaban tristes, y con señales me explicaron que ya no había ballenas, que las
habían matado, que todo se iba muriendo, y me dieron a entender, que de donde
ellos venían, había muchas ballenas junto con muchos animales, niños felices y
mucha comida. Pensé en los niños que vendían alfajores, en los lustrabotas, y
pensé que ellos quizá poseían el mismo brillo, pero estaba tapado por la
suciedad y la ropa harapienta que utilizaban. Descarté aquellas ideas, y seguí
corriendo con los niños, contemplando inquieto el fulgor de sus cuerpos, la
agilidad con la que se movían, y la felicidad que los embargaba. Me costó
despegarme, y regresé a la casa de playa corriendo, jadeando, para llegar a la
hora de almuerzo, con retraso. Mi madre, me esperaba parada en el umbral de la
puerta y me castigó con la mirada, entré atolondrado y me senté en la mesa de
todos los días para almorzar con los demás. Me sentía ausente, callado, sin
ánimo de jugar con ellos. Mi madre se percató que me encontraba absorto en mis
ideas, y se acercó a la tía Norma diciéndole que en el momento de regresar a
Lima me llevaría a un psicólogo. Lo escuché, y no me interesó porque ya había
desfilado por muchos psicólogos. Los siguientes días, me sentaba en la playa,
esperando el momento de regresar al extremo de la bahía y encontrase con mis
luminosos amiguitos, ágiles como felinos, sonrientes, de cabello azabache, de
miradas llenas de energía, sin maldad en el corazón. Comencé a pensar que ellos
no pertenecían a este mundo, y que eran los fantasmas de los niños paracas que
vivieron en la bahía. No era posible acompañarlos a su mundo, conocer a sus
padres, nunca en vida, nunca siendo miembro del mundo existencial. Sé que suena
imposible, empero, un niño también puede discernir entre la realidad de la vida
y la irrealidad real de la muerte. Las últimas semanas en Paracas, anduve
triste porque me tenían controlado, y mi hermano y su amigo Mauricio, tenían la
misión de supervisar mis escapadas, mi madre les encomendó la misión de
guardianes. En las tardes, me sentaba en el pequeño muelle cerca de la casa, y
trataba de hurgar con la vista la lejanía de la bahía, el sol se ocultaba tras
las montañas del otro extremo y la bahía se oscurecía poco a poco, hasta que
salía mi hermano, mi madre, o cualquier enviado de la casa, a avisarme que
regresara. No era normal para ellos, tener a un niño absorto mirando el mismo
punto cada día. Todos pensaron que me volvía loco. Empezaron a darme un trato
especial, el trato deferente que se le da al niño inadaptado. Me percaté, que
los demás niños, con seguridad, por consejo de los mayores, me trataban bien,
con delicadeza, como si fuera un bichito de laboratorio. El niño problema que
ellos los también comprendían. Mi hermano, a duras penas trataba de tratarme
bien, pero con esfuerzo lo hacía. Nunca estuve loco, nunca tuve una visión, y
en aquellas épocas, sabía exactamente lo que veía y no veía. Uno de los últimos
días, pensando en mis amigos luminosos, quedé en el muelle mirando el mismo
punto, la misma orilla, y el sol cayó pesado tras las montañas, en cámara
lenta, sus rayos desquiciados escapaban por los contornos de las dunas en los
bordes bajos del extremo de la bahía, hubo un retraso en el llamado, y la
oscuridad avanzaba en el crepúsculo marino, cuando me disponía a levantarme,
observé el otro lado de la orilla, y divisé con el corazón acelerándose, con
claridad, el movimiento de un brillo luminoso, celeste y blanco, el brillo de
mis amiguitos paracas, - sí – me dije y salí corriendo para la casa sin decir,
ni contar absolutamente nada. Ese fue mi secreto, y pasé todas esas semanas
pensando como alcanzarlos, y llegar a conocer aquel mundo. Sé que tenía que
esperar, y aún espero, que llegue ese día, en el cual, pueda conocer el mundo
donde viven ellos, un mundo, que con seguridad es mejor al que me ha tocado
vivir.
 

 

Alle Rechte an diesem Beitrag liegen beim Autoren. Der Beitrag wurde auf e-Stories.org vom Autor eingeschickt Ivo Moran.
Veröffentlicht auf e-Stories.org am 23.05.2012.

 
 

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