A veces, los recuerdos de la infancia nos devuelven el ánimo. Empujándonos por el sendero de nuestra vida para seguir mejorando. Mi abuelo me contaba que Dios nos había provisto a todos los seres de la tierra de unas alas invisibles para lograr nuestros sueños. Pero muchos no lo sabían y pasaban angustiados su tiempo, malgastando el preciado milagro en quejas, gritos frustrantes, apocamientos, incluso deseando las cosas que pertenecían a otros. Todos somos capaces de ser felices, alcanzar ese cielo inexplorable de nuestras mentes. Pero nos cerramos sin abrirnos. Culpando del miedo, cautivos desordenes. Un cielo no es el cielo que nos alberga noches estrelladas ni donde asoma un astro acostumbrado e ignorante para cobijarnos. Me contó que dos hermanos dejaron de hablarse treinta y tres años porque uno de ellos se había adueñado de algo más de dos metros de su finca. Y en el lecho de muerte de uno de ellos, el que se adueñó de esa pequeña porción de parcela, entre lágrimas le dijo: lo siento. Y sintió rabia de nuevo del hermano, porque esta vez tampoco quiso escucharle. Pero ya poco importaba, ni nada fue demasiado importante; el muerto llegaba a esa dimensión, donde el espacio no quedaba colindante.
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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 01.04.2012.
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