Onofre Castells

Vida y Muerte

Me mataron, me asesinaron, o dicho de otra forma: me quitaron todo lo que tenía, todo lo que amaba, todo lo que odiaba, todo lo que deseaba, todo. Mis sueños y anhelos se ahogaron en una noche perpetua. Repentinamente, de improviso, en una mañana de otoño mi vida se desvaneció y caí muerto al suelo de un disparo en la cabeza; así de simple, una 9mm impactó en mi cráneo y letalmente se introdujo en mi cerebro.  La vida me la arrebataron cuando yo quería vivir. No es justo ¿Existe la justicia divina? Mi cuerpo, acompañado por un charco de sangre, yacía en medio de la calle, rodeado por un tumulto de gente que se arremolinaba entorno a mi cadáver: seres humanos atraídos por la muerte de un semejante, mezclándose la fascinación, con la incredulidad, el miedo y la sorpresa. Y bajo un sol opaco, frío y blanquecino, mi cuerpo sin vida.

            Pienso pero no existo en el mundo de los vivos. Mi existencia es irreal, intangible o quizás imaginaria. Estoy muerto. Me asesinaron. Sé quién, por qué, y dónde; pero no tengo nada.

           

….

 

Salieron de la discoteca el Flaco y Cepeda, y se encaminaron hacia el coche del primero, con paso tranquilo, sin que les importara la fina y fría lluvia que caía sobre ellos a las tres de la madrugada. Entraron en el coche empapados, como perros callejeros en una noche lluviosa. El rugido afónico de la calefacción se mezcló con el ronroneo perezoso del motor, y el Flaco, con el rostro humedecido y el pelo apelmazado en su frente, sacó un porro de la guantera y lo encendió para ofrecérselo a Cepeda, quien lo observaba con los pequeños ojos, verdes y claros, iluminados por el punto incandescente de la brasa. La camaradería que brotaba entre aquellos dos hombres se fundamentada en un común interés; el dinero que a todos nos hace iguales y al mismo tiempo tan diferentes.

            Dio una calada y entornó los menudos ojos glaucos al expulsar el humo por la boca. «Buena hierba», dijo Cepeda sin pensar demasiado bien lo que hacía; no solía pensar mucho, la vida no le daba tiempo: eso decía a menudo. El Flaco le entregó un sobre que contenía un pasaje de avión, el nombre y teléfono de un contacto y algo de efectivo. Nada más.

            Cesó de llover y Cepeda salió del coche con el sobre en el bolsillo de sus liváis de segunda o tercera mano y dobló por una calle escasamente iluminada por unas farolas desvencijadas. El suelo del adoquinado brillaba como una hoja de un cuchillo mojado, porque era un suelo húmedo y peligroso; pero Cepeda no pensaba en el peligro, tenía prisa. No tenía tiempo de pensar.

 

….

 

Gritó a voz en cuello que se dieran prisa en acabar la instalación, con los brazos en jarra, las piernas rígidas en uve y los zapatos relucientes apuntando a los operarios que se afanaban sin dirigir la mirada a Ferrer. Aquel montaje en la sala de espectáculos del ayuntamiento de la ciudad era mediocre y desangelado; pero lucrativo. Dinero fácil. Sólo unas pequeñas gestiones fraudulentas y los beneficios personales se duplicarían. Ferrer vivía en la cima de una ola de apariencias, cocaína y sexo pagado. Tejía a diario una red de mentiras y engaños. Las comisiones ilegales y el trato de favor a empresas de “amigos” y familiares formaban parte de su quehacer diario. Gritó de nuevo pero los operarios no le prestaron atención; ya conocían a Ferrer, no valía la pena levantar la vista. Había trabajo que hacer.

            El polvo blanco transformaba la realidad que percibía pero no lo liberaba de una preocupación que, una y otra vez, golpeaba su conciencia y sus pensamientos; no estaba dispuesto a permitir que su red fuera rasgada por nadie. Ferrer tejía a diario la red que lo sustentaba por encima de los demás y quien intentara desgajarla se convertiría en su enemigo: «Mis cosas que nadie las toque», era la máxima del Ferrer. Trabajaba a su manera, capitaneando el taller de montajes de forma fraudulenta, dirigiendo una especie de república independiente que no era tal: el taller de montajes estaba obligado a pasar cuentas a dirección.

            Escupió en la acera ruidosamente al salir de la sala de espectáculos y sacó el móvil. Un gato atigrado y joven se aproximó sigilosamente a sus pies. La agilidad del felino evitó que el zapatón de Ferrer lo alcanzara. El gato brincó y se alejó a toda prisa, escabulléndose por debajo de un coche. Odiaba a los animales, desconfiaba completamente de ellos; lo mismo le pasaba con las personas. Ferrer sólo se fiaba de él mismo. La gente era meramente un instrumento para cometer un fin: ganar dinero.    

Marcó un número de teléfono en medio de la acera por la que nadie transitaba. La calle estaba desierta como si un toque de queda hubiera sido decretado; el fútbol era el protagonista de la jornada. Ferrer escuchó lo que quería oír: su contacto había hecho las gestiones oportunas y Cepeda llegaba esa misma noche a la ciudad.

 

….

 

El tiempo no se detiene nunca. Todos vivimos nuestro tiempo; unos más brevemente que otros. Laura vivía su tiempo y no era feliz. La felicidad que una vez había deseado no había alcanzado su ser. La rutina y la mediocridad se habían instalado en su día a día y sumisamente aceptaba por inercia lo que iba llegando. Ya no era joven, vieja tampoco: vivía la madurez con algún sentido atrofiado que no le permitía escapar del fango en el que se había hundido. El razonamiento, la lucidez, la autocrítica, y mil cosas más habían quedado delegadas a algo más básico, más sencillo, más cómodo: la rutina. Dejándose llevar por la inercia, había canjeado su independencia por un hombre que no amaba y que probablemente tampoco quería. Vivía bajo el yugo de un letargo que la mantenía allí, con un enturbiado y borroso objetivo: la rutina.

            Se dejó llevar. Su hermano necesitaba un contacto y su marido era el ideal. Ella, empujada por la inercia, fue el vínculo que unió a Ferrer con Sanín. No necesitaba saber nada. La rutina se ocupaba de su vida y se sumergía cada vez más en ella.

            Tumbada en el sofá del comedor miraba una vieja película en blanco y negro cuando el teléfono sonó.

            -¿Diga? Hola…sí, ahora le digo que se ponga. ¡Sanín! ¡Es mi hermano! ¡Que te pongas!

           

            ….

 

Los ojos negros e insondables de Sanín brillaban al contemplar las cifras que se reflejaban en la pantalla de su portátil. Asió el vaso de gintonic y echó un trago sin apartar la vista de los números en negrita: el importe a cobrar por su último proyecto. Negociar y trapichear era su trabajo. Solía hablar bajo, confidencialmente, como si atesorara algo importante a cada momento. Tenía el don de la oratoria, sabía dialogar bien. Comerciaba y trataba con todo tipo de sujetos que se movían por los ambientes más sórdidos de la ciudad. Su tapadera era el restaurante que tenía a escasos metros del ayuntamiento; un emplazamiento céntrico y concurrido. Su principal tarea consistía en recibir encargos de sus clientes y buscar la gente más apropiada para ejecutarlos. Sanín era un profesional y movía los hilos de su negocio con delicadeza, sutilmente: llamar la atención significaba ir a la ruina.

            No le gustaba negociar con la familia; pero con Ferrer hacía la excepción: el dinero a percibir era sustancioso pese al riesgo que comportaba la operación Echó otro trago de su gintonic y volvió a revisar la lista de tareas implicadas en el proyecto Ferrer: «todo OK», murmuró.

            Escuchó la voz de Laura que lo reclamaba. Apuró el vaso, cerró el portátil y salió del despacho. Tenía que atender la llamada de su cliente. Ferrer quería saber como iban las cosas y Sanín tenía que informarle que todo estaba OK.

 

 

            ….

 

Apresurado, bajó los escalones y salió a la calle. La mañana era grisácea y el sol empañado apenas se dejaba ver en el cielo. Doltz tenía prisa y caminaba rápidamente, sin prestar atención a la muchísima gente que transitaba por las calles de ciudad. A esa hora los bares ya estaban abiertos pero la mayoría de los comercios todavía seguían cerrados. No se había dado cuenta que alguien se aproximaba a él con el rostro oculto bajo una melena postiza. Doltz tenía prisa. Cada mañana tenía prisa por llegar a la oficina. Era el director y tenía muchas responsabilidades. Era joven y preparado para afrontar los compromisos de una filial de una multinacional; un empresario con empuje que había dedicado gran parte de su vida a prepararse. Preparación académica. Preparado para los negocios. Preparado para triunfar. Pero demasiado inexperto para calcular los riesgos de las decisiones que tomaba respecto a las personas; inexperto para evaluar correctamente con quien trabajaba. Probablemente demasiado inexperto para gestionar a las personas de una forma correcta, concisa y reservada. Y las intenciones de despedir a Ferrer habían sido filtradas demasiado pronto; no había sido cuidadoso, desconocía el riesgo.

Doltz caminaba deprisa, sin prestar atención a su alrededor. El tipo de la peluca, se aproximaba cada vez más a él, asiendo una Walther oculta en el bolsillo posterior de sus liváis. Doltz miró la hora en su reloj de pulsera y bufó: llegaba tarde. No le gustaba llegar tarde a ningún sitio; Le ponía nervioso.

            Cepeda alcanzó la espalda de Doltz, sacó la Walther y apuntó a la cabeza del empresario en medio de la concurrida calle. Nunca había matado a nadie; y pensó o mal pensó que le resultaría fácil: de hecho no solía pensar mucho. Sudoroso y alterado siguió los pasos de Doltz, apuntando su cabeza, como si aquello fuera un sueño y él no estuviera realmente allí. El grito de una mujer cortó el aire y Cepeda cerró los ojos y disparó sin pensar. Cuando volvió a abrirlos, Doltz se abalanzaba sobre él, dándole tiempo a Cepeda de ver, con sus pequeños ojos verdes, mi cuerpo tendido en el suelo, rodeado por una mancha de sangre. No pudo huir, no pudo correr; todo parecía irreal para Cepeda.

 

            ….

 

Me mataron y me lo quitaron todo. Mi vida quedó atrás. El azar o quizás el destino quiso que muriera en aquella calle, cuando mis pasos se cruzaron con los de Doltz y los de Cepeda. Lo último que contemplé fue el sol velado en un cielo gris y frío. Mi vida se consumió y se apagó inesperadamente en una calle de una ciudad cualquiera. Mi sangre se derramó y una vez muerto pude comprender lo que había sucedido. Los hilos de las vidas de los hombres se entrecruzan y forman tejidos complejos que acaban ahogando a muchos y aniquilando a otros. Desde la inexistencia humana puedo ahora saber lo que causó mi muerte inesperada. La vida no existe sin la muerte; la muerte es la consecuencia de la vida. Dos conceptos irremediablemente unidos y separados por una frontera que todos cruzamos. Y yo he cruzado la frontera. No tengo nada, me lo quitaron todo, me asesinaron, me mataron y sólo sé quién, porqué y dónde. 

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 28.11.2009.

 
 

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