Juan Carlos González Martín

El trágico final de Samuel

Era principios de verano, y el curso había llegado a su fin.

Los niños corrían de un lado a otro, felices, ante el inminente principio de vacaciones.

Tenían solo unos días para jugar y divertirse, hasta que cada uno partiera al lugar que iba a pasar los siguientes meses.

Samuel era un niño muy sociable e hiperactivo. Camino a casa, ese último día de colegio, iba con un amigo jugando a un juego que ellos llamaban, “saltar los coches”.

Trataba de ponerse en el lado de la calzada en el que los coches quedaran entre ellos y el sol.

Entonces, a medida que los coches se acercaran a ellos, deberían intentar saltar la sombra del coche por completo. Eso era difícil para ellos, dada su corta estatura. Era un desafío, y apostaban alegremente algo que nunca existió.

Sumergidos en el viento, saltaban y disfrutaban todo lo que podían de su corta juventud. Entre juegos y risas, llegaron primero a casa de Oscar, que era el mejor amigo de Samuel, pero en el colegio. Después de charlar un poco de cómo lo iban a pasar, de cuanto quedaba para que se volvieran a ver y un poco de chicas, se despidieron dándose un gran abrazo amistoso. Raro en los chicos de su edad.

Mientras Samuel se alejaba por la avenida que separaba la casa de Oscar de la suya, miró algunas veces vagamente para atrás, con una lágrima en la cara, para ver el sitio en el que se había despedido de su amigo, ya que Oscar ya no estaba allí.

A la edad de doce años, unos meses pueden parecer décadas. Era difícil decir adiós a una persona con la que compartía gran parte de su tiempo.

Pero luego miró hacia el frente y la lágrima fue arrastrada por el viento por su cara, para no volver jamás. El sabía que sus amigos del pueblo le esperaban y, en casa, su madre y su abuela haciendo las maletas para partir al día siguiente en la madrugada.

A Samuel le encantaba ayudar a hacer las maletas, aunque, en realidad no hiciera nada de provecho, ya que todo lo que hacía, lo tenía que deshacer y volver a hacer su madre. Pero él era feliz. Le gustaba creer que contribuía en la preparación de las vacaciones de la familia.

Al día siguiente, su madre, su padre, su abuela y él, partirían hacía su pueblo, que estaba a unas tres horas de la ciudad, donde vivían el resto del año.

El viaje le encantaba, ya que se distraía viendo el paisaje y leyendo algún libro o cuento que le hubieran mandado en la escuela como deberes para el verano, pero también le agotaba bastante, con lo que decidió irse pronto a la cama.

Con el pijama ya puesto, esperó a que su padre regresara de trabajar para poder darle un beso, junto con su madre y su abuela, y acostarse para soñar con algo bueno, olvidando la nostalgia y pensando en el largo verano que en el pueblo iba a pasar.

La abuela y el padre de Samuel fueron los primeros en despertarse, y este, a su vez, despertó a su esposa con un dulce beso, para que se diese prisa y partir lo antes posible.

Estando ya todo preparado, despertaron a Samuel, quién no se lo tomó muy bien.

Terminó de vestirse y meter las últimas cosas en la maleta, como podían ser el cepillo de dientes y demás, y marchó para la entrada, a esperar a que su padre dirigiera la marcha hacia el coche en el que, pensó, quizá podría echar una buena cabezadita, ya que aún no se había despertado del todo.

Una vez en el coche, cuando estuvo todo ya cargado y preparado, su padre arrancó el motor. Samuel intentó acoplarse, apoyando la cabeza a uno de los lados, pero no pudo hacerlo. Al menos, para estar totalmente a gusto. Consiguió dar una pequeña cabezada, pero enseguida despertó, y vio en el horizonte como salía el sol lentamente.

Ya no quería dormir, ahora estaba espabilado.

Junto a él, en el asiento de atrás iba su abuela, la que no dejaba de dar cabezadas.

Samuel la observaba con cara de enojo, debido a lo poco que le costaba a su abuela dormirse en las situaciones más peliagudas.

Pero ahora el problema era otro. Se aburría mucho, ya que su madre, en el asiento del copiloto, también iba durmiendo y, a su padre, mientras conducía no le gustaba que le molestaran.

No le quedó otra opción que dar rienda suelta a su imaginación. Pensó en Oscar. En que estaría haciendo en ese momento. También pensó en los demás que normalmente se juntaban con ellos. También pensó en Cristina, y mucho. Realmente, no había un segundo en todo el día que una parte de su mente no dejara de pensar en ella. Era una niña morena que le había tocado como compañera de pupitre todo el año.

Al principio no le caía muy bien, pero, de tanto tratarla y hablar con ella, primero la consideró su amiga, pero ahora había algo más, y le hubiera gustado no irse al pueblo para poder verla por la zona en la que vivían. Eso si ella no se había ido a ningún sitio, cosa que no sabía, a pesar de que estuviera sentada a su lado en clase.

Pasaron las horas y todos los pasajeros del coche ya estaban despiertos. Samuel se aburría y quería jugar con su abuela o su madre a algún juego. Al principio no le hacían caso, pero se puso tan pesado que tuvieron que acceder.

Pasaron el rato jugando a que, uno de ellos decía la primera letra del nombre de algún objeto que vieran por la ventanilla, y el resto de participantes lo tenían que adivinar.

Al cabo de un rato, casi sin darse cuenta, Samuel y su familia estaban entrando en el pueblo en el que iban a pasar prácticamente todo el verano.

El padre de Samuel solo disponía de dos semanas libres para pasar con ellos y luego tendría que regresar a la ciudad, para continuar con su trabajo. Luego irían periódicamente los fines de semana que pudiera. Después de todo, el pueblo no estaba tan lejos.

Recorrieron con el coche esas calles de tierra que formaban parte del pueblo, dejando un río de polvo y piedras tras de sí. La gente de los alrededores levantaban la vista un momento para ver el coche que recorría las calles de su pueblo, y en seguida reconocían a los ocupantes de su interior. En ese tipo de pueblos se conoce prácticamente todo el mundo, y casi no hace falta que cierren las puertas, ya que los niños atraviesan las casas para ir de un lado a otro con toda confianza, como si toda la gente perteneciera a la misma familia.

Finalmente llegaron a la casa, que compró su tatarabuela haría casi cien años. Era un caserón antiguo, como casi todos los de allí. Estaba en una colina que era una de las que ponían fin al pueblo y desembocaba en el cementerio. Esto siempre le había causado a Samuel un poco de temor, y no sabía por qué. El nunca subía hasta allí. Solo cuando lo hacía con su abuela o su madre, que iban a dejar flores a familiares que estuvieran allí enterrados y dar un paseo.

En cuanto llegaron a la casa, aparcaron en la puerta y Samuel estaba loco por salir corriendo a buscar a sus amigos. Su madre le dijo que tuviera paciencia, que cuando metieran todo el equipaje a la casa, le prepararía el almuerzo y podría ir a dar una vuelta.

En la casa de la ciudad, cuando hacían el equipaje, le había prometido a su madre que, ya en el pueblo, les ayudaría a deshacerlo. Pero, tenía tanta prisa por salir, que se le olvidó la promesa que había hecho, y en cuanto su madre le preparó un bocadillo, lo cogió, y pegándole un gran mordisco, salió corriendo por la puerta, diciendo adiós con un grito a su abuela y su padre, que estaban en el coche cogiendo lo que quedaba de equipaje para meterlo dentro.

Se dirigió a la plaza del pueblo, que estaba a unos minutos de su casa, para ver si había algún amigo allí. No sabía si habían llegado ya o no.

Cuando llegó a la plaza no parecía haber nadie. Estaba desierta y comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, rastreando la zona para ver si veía a alguien de su interés.

En uno de los bancos, en la puerta de la taberna, había gente mayor, con sus cigarros en la boca y sus carraspeos continuos. Señoras iban y venían con bolsas de la compra, que salían de la tienda de ultramarinos, que también estaba en la plaza. Después de unas cuantas señoras, salió su amigo Jaime, cogido de la mano de su madre. Cuando vio a Samuel soltó rápidamente a su madre y corrió hacia él. Tal vez le daba vergüenza que sus amigos le vieran cogido de la mano de su madre, como si fuese un niño pequeño, aunque, seguramente, todos hacían lo mismo.

Cuando llegó a Samuel le dio un gran abrazo, ya que no se veían desde el verano pasado.

Jaime, gritando, le dijo a su madre que se quedaba con Samuel. Ella le respondió que vale, pero que regresara a la casa a la hora de comer, para la que faltarían unas tres horas.

Los dos se fueron hacía la casa de Carlos, contándose  anécdotas del colegio y de sus amigos de la ciudad. Si les gustaba alguna chica y si habían besado a alguna.

Llegaron a casa de Carlos y llamaron a la puerta. Salió el abuelo de este, que vivía allí todo el año, y les dijo que Carlos aún no había llegado. Que, seguramente, llegaría por la tarde. Entonces se marcharon en dirección a la casa de Erika, que era la amiga que faltaba para cerrar el grupo. Había muchos más niños en el pueblo, pero ellos cuatro habían congeniado muy bien, y siempre iban juntos de un lado a otro, aunque, a veces, se juntaban con los demás en la plaza o en el campo de fútbol, que estaba a las afueras del pueblo.

Erika si había llegado y antes de que les diese tiempo para tocar su puerta, ésta salió corriendo para reunirse con ellos, con las dos trenzas rubias que la caracterizaban.

Se dieron un abrazo conjunto y Erika le dio un beso a cada uno en la mejilla y se fueron agarrados, dando saltos de alegría.

Lo primero que hicieron fue ir a la tienda de golosinas que había en una de las calles colindantes a la plaza, ya que Erika tenía unas monedas y quería invitar a sus dos amigos. Todos sabían que no deberían, ya que faltaba poco para la hora de comer, y Samuel se había terminado hacía poco el almuerzo, en la plaza, poco antes de ver a Jaime.

Finalmente, no se pudieron resistir, y todos metieron mano a la bolsa de plástico que contenía todas aquellas golosinas, que sujetaba con una mano la chica.

Se sentaron en un banco de la plaza y estuvieron allí hasta la hora de irse a comer cada uno a su casa, contándose unos a otros todos los juegos nuevos que habían aprendido durante la época escolar, y si habían aprobado o suspendido los exámenes.

Después, cada uno se despidió, ya que sus casas estaban todas en dirección diferente, y quedaron en volver a reunirse a las cinco de la tarde en ese mismo banco.

Después de comer, la familia de Samuel se quedaron dormidos echando la siesta, pero Samuel no podía dormir. Estaba nervioso y deseoso de ver a todos sus amigos y planear juegos y vivir aventuras. Se aburría en su casa y decidió pasar por alto la hora de quedada y salió media hora antes de la casa, para ir a buscar a los demás a sus casas. Pensó que podría ir primero a ver si Carlos había llegado ya, e ir con él al banco y esperar a los otros.

Llegó a la casa y toco en la puerta despacio, sin hacer mucho ruido, ya que era la sobremesa y a esa hora el pueblo estaba en completo silencio. Tuvo que llamar un par de veces más porque no salía nadie. Pensó que si estaban dormidos, no oirían el ruido de la puerta, pero que si estaba Carlos, quizás no estaría durmiendo y saldría a recibirle.

Oyó que se levantó la persiana de la ventana de al lado de la puerta, y por ella salió la cabeza de Carlos, que le susurró que saldría enseguida. Samuel le miró con una sonrisa en la boca y sin decir nada, esperando a que saliera para saludarle y darle un abrazo.

Cuando Carlos salió por la puerta no salió solo. Iba acompañado de una motocicleta que sus padres le habían regalado por sacar buenas notas y aprobar el curso con muy buena calificación.

Se acercó a Samuel y le dio un abrazo para saludarle, pero Samuel no podía quitar la vista de aquel alucinante vehículo. Normalmente, ellos montaban, como mucho, en bicicleta. Todos tenían alguna vieja y polvorienta en algún lado de esos antiguos caserones. Pero nunca habían tenido una moto. Para ellos era algo nuevo, sobre todo para Samuel, que creía que nunca podría tener una como aquella. Se enamoró de ella de inmediato.

Se dirigieron los dos a la plaza del pueblo, con la moto apagada, para no meter ruido a esas horas, y que los vecinos empezaran a quejarse.

Llegaron al banco en el que habían quedado con Jaime y Erika, pero aún no habían llegado. No eran las cinco todavía, así que se quedaron hablando mientras los esperaban. Carlos le contó muchas anécdotas de su colegio y sus amigos, al igual que Samuel a él.

Pero Samuel solo pensaba en cuando le dejaría conducir aquella maravilla. Finalmente, rodeando un poco el tema, decidió preguntárselo.

Carlos le dijo que cuando llegarán los demás, podrían ir al campo de fútbol para mostrarles como conducía su nuevo regalo y, tal vez les podría dejar una vuelta a cada uno de ellos.

El campo de fútbol estaba lo suficientemente alejado para que no se ollera el ruido de motor dentro del pueblo, mientras se hacía algo más tarde y comenzara a haber movimiento en las calles. Entonces podrían conducirla por el pueblo.

Jaime y Erika llegaron al banco, uno seguido del otro, y estuvieron un rato hablando con Carlos después de saludarlo, pero el tema principal ya sabían todos cual era.

Finalmente decidieron ir al campo de fútbol y, con la moto aún apagada, marcharon para allá.

Una vez allí, Carlos comentó que aún no la había estrenado, ya que sus padres le habían dado la sorpresa del regalo un día antes de ir para el pueblo, con lo que la tendría que estrenar allí. Pero él sabía muy bien cómo manejarla, ya que, por lo visto, un primo suyo tenía una igual, y se la había dejado muchas veces, así que estaba bastante acostumbrado.

Con un movimiento rápido presionó con el pie la palanca que activa el motor. Tuvo que hacerlo un par de veces, ya que parecía que el vehículo se resistía a cobrar vida, pero al final arrancó. En cuanto Carlos supo con certeza que la moto estaba arrancada, de un brinco se montó encima y salió escopetado a toda la velocidad de la que la moto era capaz, dejando tras de sí un surco de polvo que envolvió a sus tres amigos que miraban estupefactos, y se vieron obligados a toser.

Cuando Carlos estuvo cansado de dar vueltas por el campo, decidió dejarle la moto a sus amigos un rato a cada uno, para cumplir con ellos, y luego ya sería suya para siempre jamás.

Jaime siempre había tenido más empuje que Samuel y también había cogido una vez una moto que le prestaron, así que sabía más o menos como conducirla. Cuando Carlos se acercó a ellos, antes de preguntarles a quién le gustaría cogerla, Jaime se adjudicó el turno por propia iniciativa, y se montó en la moto quitando a Carlos prácticamente de un empujón.

A Carlos eso no le pareció bien, pero accedió a quitarse de en medio, dado que Jaime no le había dejado mucha opción.

Jaime no tenía tanta experiencia como Carlos, así que empezó despacito, pero en cuanto cogió confianza, conducía incluso más rápido que el propio Carlos.

Erika no lo veía nada claro, ya que ella no sabía conducir. Le costaba incluso la conducción de la bici que tenía en el garaje de su casa. Así que decidió no montar, comentándoselo a Samuel, que era el que tenía al lado. Los dos estaban sentados en la tierra, cerca de la verja circundante que rodeaba el campo. Carlos estaba de pie, un poco más alejado de ellos, mirando como conducía Jaime.

Samuel sabía que era el siguiente. Él tampoco había conducido nunca una moto, pero tenía ganas de hacerlo. Tenía miedo, pero no quería que sus amigos supieran que era un miedica. Además, no quería dejar pasar la oportunidad de conducir aquella moto que tanto le gustaba.

Jaime estuvo bastante tiempo montando. Tal vez no quería dejarlo, pero comprendió que sus amigos también tenían derecho a hacerlo, así que se dirigió al extremo del campo en el que se encontraban.

Samuel se había fijado en como la conducían, y no quiso decir a Carlos que él nunca había montado en moto, porque quizás, si se enteraba de eso cambiaría de opinión y no se la dejaría, por miedo a que se callera y la moto se rompiera en mil pedazos y no pudiera usarla más en todo el verano. Al menos eso era lo que él pensaba. Así que, cuando Jaime volvió, le dijo que le pasara el manillar, y cogió con fuerza aquel imponente vehículo. Se montó encima, primero sin despegar los pies del suelo. Empezó a acelerar un poco girando uno de los extremos del manillar como había visto hacer a los otros,  y vio que aquello iba como la seda. Cuando la moto cogió más impulso, quitó los pies del suelo y los puso en dos barras que la moto tenía a los costados, que él pensó, servirían para eso.

Aceleró y aceleró, dando vueltas al campo, hasta que ya no pudo acelerar más.

El viento acariciaba firmemente su cara. Un fuego que creció en su estómago, subió por su pecho hasta que estalló en su cabeza formando mil destellos de colores.

Era la adrenalina, que fluía por su cuerpo como la sangre que corría por sus venas.

Se sentía libre, por primera vez en mucho tiempo. Pensó que quería aprovechar más esa oportunidad, haciendo algo más que estar dando vueltas alrededor del campo de fútbol. Se sentía tan bien que pensaba que ese iba a ser el mejor verano de su vida. Pensaba en Cristina, la chica de clase que le gustaba, y le gustaría que estuviera allí para verle conducir aquella moto, que la llevaba, pensaba él, como si la hubiera estado llevando toda la vida.

Miró en dirección a sus amigos, y vio que estaban charlando entre ellos. Llevaban tiempo sin verse y tendrían muchas cosas que contarse, aunque Carlos miraba de vez en cuando, para comprobar que la moto estaba bien.

Miró en la otra dirección, y vio la valla abierta, por la que se sale del campo, que estaba en dirección a las colinas que separaban su pueblo de uno cercano.

Decidió darle toda la velocidad que pudiera a la moto, y salir sin que nadie se diese cuenta. Corrió todo lo que pudo y, cuando se quiso dar cuenta, estaba fuera del campo, e iba derecho a la primera ladera.

Carlos miró y vio que Samuel ya no estaba allí, así que se levanto rápidamente y se puso a correr, siguiendo con la vista el reguero de polvo que iba dejando la motocicleta. Erika y Jaime le siguieron también.

Samuel creía volar con la moto. Por un momento pensó que era suya, y que todos los días podía sentir lo que sentía en aquel momento.

Subió hasta lo más alto de la pequeña montaña. Giró la moto y cambió de sentido, poniéndose de frente a sus amigos, que vio que venían corriendo hacia él.

También se fijó en una roca que estaba a la mitad de la montaña, y pensó que podría bajar a toda velocidad, saltar sobre la roca y caer junto a sus amigos, para que ellos lo admirasen por la proeza que acababa de hacer.

Puso los pies encima de las barras y aceleró todo lo que pudo. Bajó muy deprisa, sin frenar ni una sola vez hasta que alcanzó la piedra.

La recorrió y quedó suspendido en el aire, pero la moto no respondió como él pensaba que lo haría, que era como lo había visto en las películas de la tele.

La parte de delante le costó controlarla, y sus finos brazos no pudieron hacer la fuerza necesaria para sostener la moto, y terminó soltándola.

La moto, al pesar más que el, cayó antes, aterrizando con la parte delantera, y se incrustó en la arena. Samuel calló un par de metros más hacia delante, y tuvo tan mala suerte que su cabeza chocó contra una roca sobresaliente en la montaña, y su pequeño cuello se partió, como una rama seca.

Se quedó inmóvil, muriendo en el acto.

Ya nunca disfrutaría de ese verano. Ya nunca besaría a Cristina, ni a ninguna otra chica. Ya no jugaría con su abuela y su madre más en el coche. Ya no aprobaría más exámenes ni tendría más amigos.

Su vida se esfumó, y su alma se difuminó en el aire, balanceándose entre las nubes.

Cuando llegaron hasta él, sus amigos se quedaron petrificados. Erika se echó las manos a la cara, tapando su boca, para que sus sollozos fueran lo más silenciosos posibles.

No lo podían creer. Uno de sus mejores amigos, al que no veían desde hacía medio año, yacía muerto en el suelo.

Acababa de morir, y ellos no podían hacer nada. Todos sus mundos se desmoronaron.

Carlos se acercó para intentar despertarle y vio a su amigo, con los ojos abiertos, mirando al infinito y una sutil sonrisa en los labios.

Jaime salió corriendo en busca  de algún mayor.

Erika se quedó allí, plantada, mirando a su amigo muerto, sin decir una palabra.

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La abuela de Samuel murió a los pocos meses, debido al tremendo golpe que supuso la muerte de su nieto.

Su madre y su padre se separaron.

Su madre vive sus últimos días en un hospital psiquiátrico, hundida en una enorme depresión.

Su padre busca el consuelo y el amor que perdió dentro de una botella.

Jaime, Carlos y Erika se siguen reuniendo, cada año en el pueblo, para hacer un homenaje al amigo que cerraba su círculo. Uno de los mejores amigos que nunca han tenido, y que murió en el pueblo, una calurosa tarde de verano.

 

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 25.10.2009.

 
 

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