Fermín Vidales Martínez

UN DRAGÓN

 

El día veinticinco de Octubre de mil novecientos ochenta y siete amaneció un cielo de azul enjuagado sobre Villa Oruga y, en sus callejuelas laberínticas, de Dédalo musulmán, flotaba todavía el aliento febril de la tempestad convaleciente, un aura cálida y trasudada de rocío que se mezclaba con el aroma ligero de las macetas. El padre Jorge, como de costumbre, había trepado al campanario media hora antes de decir la misa matinal. Encontraba un deleite especial en el regalo de la contemplación del paisaje. Inmediatamente a su alrededor veía desperdigadas todas las casas de Villa Oruga, grandes, encaladas, cuadriformes, rectas, iguales. Más abajo- puesto que la villa estaba desparramada por una pendiente en cuya parte superior se elevaba la iglesia de San Miguel Arcángel -, después de la carretera en la que terminaba Oruga y que iba cercándola casi por entero, comenzaba la subida del cementerio protegida con farolas resplandecientes y manojos de pitas y chumberas, y comenzaban también unos campos marrones tachonados con la gama discordante de los almendros, olivos, granados, algarrobos, e incluso limoneros, mandarinos y naranjos. En ambos flancos de la panorámica, girando levemente la cabeza, el padre Jorge podía captar cómo esas tonalidades vivas iban siendo devoradas por los faldones grises de la sierra que tenía a sus espaldas. Aquella sierra que tanto espacio abarcaba, que era una parte más de la villa, una parte importantísima, fundamental en toda la hoya malagueña, constituía, no obstante, una porción de tierra desavenida con el resto del paisaje, una suerte de yuxtaposición geográfica, o una utopía en el sentido literal del término. Y no tanto por su forma abrupta y sus tonalidades crudas como por las emociones que despertaba. La sierra era un bosque de cavernas donde podía ocurrir todo tipo de milagros que hubieran resultado inconcebibles en cualquier otro lugar. Sin embargo, aquellos sucesos portentosos no se contentaban con su ámbito espacial. Se atrevían a salir de las entrañas de las piedras y caían rodando y traían su misterio y su desazón a los corazones de las gentes de abajo. En este sentido, el tramo de la carretera que bordeaba la parte superior de villa Oruga y que la separaba del comienzo de la serranía representaba para el padre Jorge un foso, una frontera que custodiaba a los villanos frente a ese otro mundo distinto donde todo podía suceder y desarrollarse sin extrañeza.

Esta costumbre contemplativa del padre Jorge tenía echadas sus raíces muchos años atrás, cuando simplemente era un monaguillo y subía a repicar las campanas para las procesiones de la virgen de Fátima, para la romería de san Isidro Labrador, para algún bautizo, o a doblar difuntos. El niño se figuraba entonces que a cada voltereta estrepitosa de la campana un pedazo de sí mismo se le desprendía y se escapaba a través de los ventanucos de la torre. Aquellos trozos de su persona volaban y se esparcían en derredor como una gasa de sirimiri. Se habían fundido con la materia y habían crecido a su par, con su mismo ritmo y sus mismas incidencias, como una sola cosa. Por eso el padre Jorge afirmaba que él era aquellos alrededores, aquellos campos suaves, aquellas casas idénticas, aquel cielo transparente, incluso aquella sierra. Sí, también algunos pedacitos de su ser se habían agarrado a los lomazos grises de la sierra y habían crecido con ellos en un abrazo indisoluble.

- Sin este paisaje yo no existiría –solía asegurar.

De manera que la costumbre matutina del padre Jorge constituía una especie de introspección. El espectáculo que contemplaba era su propia vida. Y si la espumosa tierra del fondo era su candidez, o su fe, o su ilusión, o su bonhomía, el misterio inquietante de la sierra bien podía constituir su propia perversión, su incredulidad, su desgana... Aunque de esto último el padre Jorge no estaba convencido.

Aquella mañana del veinticinco de octubre de mil novecientos ochenta y siete el sol aún andaba secando los destellos acuosos del suelo y los campos que, contrastando con la opacidad tormentosa del día anterior, mostraban una brillantez más deslumbrante que nunca. El párroco se encontraba sumergido en un hondo embelesamiento cuando se vio sobresaltado por la sombra pesada de una bestia. La silueta apareció surcando el aire por encima de su cogote y anduvo revoloteando varios segundos sobre las casas. Luego el padre Jorge notó que se dirigía rápidamente hacia él. Sin embargo no llegó a atacarle. La bestia se acuclilló rotundamente sobre el tejadillo del campanario. Las vigas de madera empezaron a retorcerse con crujidos dolorosos, y una multitud de palomas y de murciélagos se precipitó hacia fuera de la maraña de tejas de barro. El padre Jorge, con la cara lívida, congestionada, y las manos blancas y sudorosas, se lanzó sobre los barrotes de hierro clavados en la pared que formaban la escalera del campanario.

Cuando alcanzó la plazoletilla de la entrada de la iglesia San Miguel Arcángel ya había reunida una muchedumbre. Al igual que el cura habían visto la sombra de la bestia acercándose desde las profundidades de la sierra, y al ver que se detenía en el campanario llegaron a curiosear reventados de excitación.

-¡Es maravilloso!- se oía.

-¡Espléndido!

-¡Increíble!

-¡Magnífico!

-¡Extraordinario!

- Debe tener cinco metros.

- Seis metros.

- Ocho.

- Nueve.

- Más, muchos más, muchos más.

- Pesará tres toneladas.

- O cinco. ¿No ves como tiemblan los cimientos?

-¡Qué colores!

-¡Qué brillos!

-¡Qué reflejos!

- Está reposado.

- Descansando, diría yo.

-¿Dónde se ha visto que alguien se pueda cansar con tamaño cuerpo?

- Porque vendrá desde muy lejos.

- Desde la China.

-¿Estás seguro?

-¡Claro! Los dragones viven en la China.

- Pues yo creo que viene desde mucho más lejos. Puede que venga de las Américas, o de la Luna.

-¿Desde cuándo está la China más cerca que las Américas?

- De la Luna es imposible que venga. La atmósfera lo habría deshecho, como a los meteoritos.

- Además, en la Luna no viven dragones. Sólo hay unos hombrecillos verdes que se llaman idiotas.

-¿Qué es un meterolito, mamá?

- La cuestión es saber si los dragones son peligrosos o no.

- Desde luego que sí.

-¿Entonces nos va a atacar?

- Eso depende de muchas cosas.

- A lo mejor es hembra y va a parir.

- Sólo nos faltaba que se nos llene todo el pueblo de dragoncillos.

 

El monstruo, encaramado sobre la cúpula del campanario, con las enormes alas recogidas y los venazos del cuello apaciguados, parecía tranquilamente dormido. Tenía el cuerpo entero cubierto de escamas de un color pardo brillante hasta la cabeza, que estaba cubierta de un pellejo de tonalidad distinta, azul vibrante, como de vientre de fuego. Las garras, anchas, cerdosas, afiladas, se metían entre las tejas buscando el equilibrio de la bestia igual que si fueran unas anclas inteligentes. El padre Jorge, después de estudiar la imponencia de la figura meticulosamente, se santiguó tres veces seguidas.

Eran las ocho y cuarto de la mañana de un día otoñal, pero el sol comenzaba a tramar un aspecto veraniego para el cielo de villa Oruga. Las nubes se habían evaporado con el último resto de la noche, dejando en su lugar una hondura celeste y cálida. Tal vez aquella bonanza ayudó para que todos los villanos se lanzaran pronto a la plazuela de la iglesia y formaran una apretada algarabía, aunque, probablemente, hubiera bastado para componer aquella fiesta la mera excusa de su curiosidad por ver un dragón. Traían bocadillos y refrescos para entretenerse, y algunos incluso organizaron campeonatos de subastado, escoba, chinchón, y otros juegos de cartas. Los niños, mientras tanto, se divertían con el elástico, la comba, el copo, el pañuelo, la vela, y un sinnúmero de juegos más. Así que la plaza de la iglesia de Villa Oruga fue convirtiéndose en una feria poco a poco, y sólo algunos de sus participantes, acordándose repentinamente del motivo de la fiesta, levantaban la cabeza hacia el cuerpo sosegado del dragón.

- Todavía descansa.

- Aun sigue dormido.

-¿No se habrá muerto?

- En absoluto. ¿No ves cómo se le mueve el pecho?

Al cabo de varias horas la cabeza de la bestia, por fin, se agitó ostensiblemente. Los villanos interrumpieron su bullicio y sus actividades y volvieron a concentrarse en el cuerpo del magnífico ser.

- Se ha despertado – susurraban unos.

- Se está moviendo.

- Sssss.

- ¿Qué irá a hacer?

- Sssss.

- Habrá descansado ya. Seguro que se vuelve a su casa.

- A la China.

- A las Américas.

- A la Luna.

-¡Que no, hombre, que no!

- Sssss. Sssss. Callaos de una vez. No me dejáis oír.

- No hay nada que oír. ¿Qué esperas, que se ponga a cantar? Los dragones no hablan.

-¿Y tú como lo sabes? ¿Es que has tenido trato con muchos dragones?

- Tampoco he visto nunca un elefante y sé que existen y que tienen unas orejas enormes.

- No es lo mismo.

- Por supuesto que sí.

- Pues yo vi una película y salía un dragón hablando.

- Mamá, tengo pipí.

- Ahora te irás a creer todo lo que sale en la tele.

- Mamááááá.

- Luego, niño.

Las escamas de la panza comenzaron a tintinear y el dragón alzó despacio su testa azulina, llegando a desplegar completamente el cuello. Entonces abrió las fauces como en un bostezo melancólico y del interior manó un río de fuego rojo que fue a estrellarse directamente en el tejado de la farmacia.

- Es la farmacia.

- Está ardiendo la farmacia.

- Mamiiii, ya no me aguanto.

- Está bien, vamos.

- Ha quemado la farmacia.

-¡Es horrible!

-¡Es indignante! – matizó el farmacéutico.

- Ya os decía yo que era peligroso.

- Tú siempre lo sabes todo. ¿Y por que no has hecho nada?

-¿Y que quieres que haga? ¿Me traigo una escopetilla y me lío a perdigonazos? A estos bichos sólo se les puede matar clavándoles una espada en el corazón.

- ¿Quién tiene una espada? ¿Alguien tiene una espada? ¡Compro una espada al precio que sea! –gritaba el farmacéutico con la cara lívida.

El padre Jorge se dirigió a un grupo de personas donde estaban el alcalde y los concejales. Los llamó aparte y estuvo intrigando con ellos un momento, al cabo del cual el alcalde afirmó solemnemente con la cabeza. Entonces mandaron a Pepe Galero, el alguacil, que apartara a la gente y dispusiera un hueco frente a la entrada de la iglesia, y en el centro del espacio se situó el cura.

-¡Eh, Satanás! – clamó con los brazos levantados. Los espectadores le observaban en silencio, con sorpresa y admiración.- Sé que eres tú, el innombrable. A mí no me puedes engañar. Lo he sabido desde el instante que te vi aparecer. Puedes adoptar miles de formas distintas, pero tu aspecto oculto siempre estará rodeado por la hediondez que despide tu perversidad. Por eso te conozco, Satanás, porque tu maldad apesta.

El dragón miró de soslayo a la figurilla gesticulante del cura y volvió a estirar el cuello y a desencajar las mandíbulas con dejadez. En esta ocasión su hálito de fuego se dividió, en pleno vuelo, en otras dos corrientes menores, las cuales fueron a caer sobre el Ayuntamiento y sobre la taberna de Pepe.

Los concurrentes volvieron a criticar aquella actitud de la bestia y a quejarse, sobre todo Pepe, quien ahora se unía a los lamentos inconsolables del farmacéutico al ver cómo se quemaba su negocio. Sin embargo el padre Jorge continuó impertérrito con la amonestación.

- A mi no me sorprenden tus ardides, Belcebú. No conseguirás engañarme. Yo te conozco bien. Yo sé que tu poder y tu soberbia crecen cuando contemplas el florecimiento de las semillas del pánico que vas sembrando en los corazones de los hombres. Yo sé que esas semillas son la única fuente de tu alimento. Con esas flores te engordas y te expandes hacia el infinito, pero sin ellas no eres nada. ¡Nada! ¡Así que escúchame! En el huerto de nuestros corazones nunca arraigará la simiente de tu mal, porque el hortelano que lo cuida se llama Dios, y Dios no permite que te alimentes dentro de su casa. Nosotros no te tememos, Luzbel, porque nuestra fe nos da fuerza y nos hace grandes y poderosos frente a ti. ¡De manera que vete! ¡Desaparece de nuestra vista y vuelve a tu oscura cárcel!

Pero el dragón no se iba. Permaneció indiferente a aquellas palabras y a otros improperios del cura. Los villanos, a pesar de las palabras que decía el padre Jorge, sí que estaban asustados, muertos de miedo. Experimentaban un pánico atroz, por más que tuvieran a Dios y al pleno de los Santos de su parte. Veían con los ojos anegados cómo sus casas eran, suspiro tras suspiro, tragadas por el ímpetu de las llamas. La bestia realizaba sus bostezos esporádicamente, abrasando cada barrio, cada parque, cada casa, con un acierto demoledor.

Cuando ya no quedaba en Villa Oruga nada que quemar el monstruo se encogió de hombros, se elevó con ruidosos aleteos, y echó su último aliento sobre el edificio de la iglesia. Luego se alejó hacia la parte de la sierra de donde había venido. Los villaorugueños miraban en silencio la silueta menguante del dragón. Al desaparecer en el horizonte, el padre Jorge sintió una punzada hirviente recorriéndole la columna vertebral y supo que aquello era remordimiento.

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 15.10.2009.

 
 

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