Maria Teresa Aláez García

Agujeros

AGUJEROS.

I

Hacía frío, mucho frío.

Y se acurrucó en un rincón.

El mismo frío le ayudó a quedarse dormida.

Estuvo una media hora sumida en el silencio, siendo rastro de las gotas de agua que caían sobre su cabeza y su cuerpo y sin poder moverse por falta de espacio.

Vio entonces abrirse una especie de oquedad enfrente de ella. Un pequeño agujero como una puerta que poco a poco iba creciendo y se cerraba repentinamente.

No supo qué hacer. O una de dos: o probaba a entrar y a ser consumida por la entrada nada más poner el pie o vigilar cada cuánto tiempo la puerta se abría y se cerraba. También quería probar a introducir piedras o algo que le enseñara que ahí dentro podría estar a salvo y echar insectos para vigilar si eran comidos o no. No se atrevía a entrar.

Echó piedras. Las vio correr hacia abajo pero no hicieron nada. Cayeron y no se escuchó nada.

Alcanzó a coger un pequeño anélido que se deslizaba por una raíz. Se perdió en la oscuridad.

Se veía algo de brillo y un bulto que se movía allá lejos pero no quería acercarse. Podría ser alguien que le hiciera daño.  Alguna vez parecía que la miraban.

El cansancio producido por mantener siempre la misma postura le hacía dormirse e irse despertando cada cierto tiempo. Nadie venia a sacarla de ahí.

Un día vio unas manos asomando por encima de ella. Parecía que repetían un nombre pero no lo reconocía. Echaban cosas hacia donde estaba ella pero no se atrevía a cogerlas. Por último intentaron entrar y bajar con una escala pero no cabían.

Y súbitamente vio un par de pies que descendían por una escala colgada de la pared.

Saltó rápidamente y se metió en el hueco. Allí se vio espalda con espalda con aquella otra persona y al darse la vuelta vieron que ambas podían tener el mismo rostro y el mismo miedo.

Miro a su derecha. Abismo.

Miró a su izquierda: desencanto.

Miró a su frente: Otro camino.

Y volvió a sentarse.

Lo pensó. Estuvo dándole vueltas un día y otro día y otro día hasta perder por completo el sentido del tiempo. Y sintió ganas de repente.

Se levantó.

Y siguió adelante en el camino.

Las estrellas la habían abandonado en aquel destino oscuro sin fin. O ella había preferido descender para volver a ascender en cierto sentido.

Iría a por ellas. Sólo por verlas.

Sólo porque por una vez, quería cubrirlas con sus lágrimas.

 

II

A su alrededor había paredes refractarias y paredes elásticas. Al tocarlas parecían en ocasiones suaves, en ocasiones duras, en ocasiones frágiles, en ocasiones macizas.  Podían ceder las paredes tanto a la presión de sus dedos como el suelo a la presión de sus pasos o de su peso y todo el habitáculo a la presión de sus deseos y emociones. Pero eso no lo notaba.

La luz se iba perdiendo paulatinamente. Empezó a acostumbrarse al frío. Sólo aparentemente parecía cubrirse con la túnica. Ni siquiera había pensado en mirar si tenía cuerpo o si le faltaba alguna parte del mismo. Podía moverse, solo que tenía que ir encorvada porque las alturas se iban acortando y las paredes iban estrechándose aunque parecían abrirse conforme ella pasaba para volverse a cerrar.

Según avanzaba por los pasillos, en ocasiones parecía haber más luz, en ocasiones menos. Y se fue dando cuenta de que iba forjándose a poder soportar la oscuridad y el paulatino enfriamiento del lugar. Fue descendiendo pero le dio igual Dijo adiós a nadie. Nadie estaba para despedirla. Una especie de recuerdo de la vida real donde le habían indicado que la gente al entrar tenía que saludar y al salir tenia que despedirse. No había nadie de quien despedirse. Estaban por la parte superior de dónde venía la luz más intensa, más blanca, más grande, que daba la vida. También puede haber vida en la oscuridad… ¿por qué no? Y fue bajando por la cuesta.

Paulatinamente inició el descenso. Se dio cuenta de que no le importaba dejar nada atrás. No llevaba nada más que la túnica que empezaba a molestarle pero por si las moscas, se la dejaría puesta. No echaba a nadie ni a nada de menos. Quizás el llamar la atención… no, mejor no. Tampoco era importante. Y siguió descendiendo y para su sorpresa, no tuvo miedo. Para mayor sorpresa, vio que venía otro tipo de luz de la parte inferior.

Pensó en el infierno. En aquel infierno del que se hablaba de niña.

Recordó un antiguo catecismo de su madre o de su abuela. Decía que el alma de las niñas era blanca pero conforme se mentía, se calumniaba, se desobedecía, se hacía el vago y otras cosas peores que se hacían de obra, de palabra o incluso las que dejaban de hacerse por negligencia o por omisión, hacían que el corazón se hiciera negro como el tizón. Y ella sentía atracción y miedo a la vez, repulsión y agrado por aquel corazón negro. Era más fácil aquello que tenerlo blanco y la única lavadora era el confesionario y obedecer y callar. Obedecer y callar. Pero... ¿Y si le mandaban mentir? ¿Y si otras personas le obligaban a hacer lo que estaba mal? No quería, era rebelde. Siempre habia sido rebelde.  Por dejadez era más fácil tener aquel corazón negro. En cuanto a castigos… llevaba en su corazón un constante castigo desde que tenía memoria y no podía sacarse de encima.

Vio la luz de arriba. Era dañina a sus ojos, dañaba sus pupilas y le daba dolor de cabeza. La luz inferior era bastante ardiente y sabía lo que le esperaba.

Pero el camino seguía hacia delante. Podía elegir.

Elegir volver atrás y salir.

Elegir descender y llevar un castigo eterno, peor aún que el que llevaba encima.

Elegir quedarse allí sin hacer nada.

Se dio cuenta de que en las paredes había agujeros como aquel que había visto al principio, que no hacían más que abrirse y cerrarse paulatinamente. Según se acercaba, según se alejaba.

Se asustó. Escuchó que alguien venía y vio recortarse una sombra de alguien en la luz de la parte superior. Quiso huir. Quería estar sola, no quería ver ni hablar ni sentir a nadie.

Se abrió un agujero delante de ella. Se parecía a los caminos que alguna vez de niña, había recorrido en aquellos montes del cementerio.

Entró.

Le dio tiempo de ver que la silueta se iba convirtiendo en realidad y pasaba por donde estuvo hacía uno segundos. Una silueta horrible. O no. Un ser sin pelo, con la piel hecha pedazos, con la ropa cortada a jirones, con heridas espantosas, llagas, todo derritiéndose sobre él como si acabara de salir de una lluvia ácida.

Miró hacia ella con las cuencas oscuras y sonrió sin dientes casi. Su olor era putrefacto.

Ella temió pero no se apartó. Sabía que a un leve deseo aquel ser estaría a su lado y la devoraría o la haría sufrir.  Y le dio igual. Daba igual todo.

Efectivamente, en un momento el agujero cedió y vio a aquel hombre enfrente de ella.

Sintió ganas de huir pero no lo hizo. A pesar de su temor dejó que si el hombre quería devorarla, lo hiciera.

Dio la vuelta y miro a la oscuridad. Siguió adelante.

A fin de cuenta aquel ser era su reflejo, su propia alma. Su ser mismo.

Sólo podía devorarse interior y exteriormente. Siguió adelante.

Vio una luz. Leve, leve. Una pequeña luz que a lo lejos tintineaba.

Huyó de ella.

Le quemó la piel y empezó a huir de todas las luces. La cegaban y la quemaban.

La oscuridad era apetecible y quiso quedarse encarcelada, en aquella oquedad en la pared. Hecha un esqueleto, huesos puros.

Su sepultura.

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 17.10.2008.

 
 

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