Karl Wiener

Hospitalidad

 
     En la selva profunda, en un claro aislado donde el zorro y la liebre se encontran en el claro de luna, está una vieja encina adornada con follaje otoñal de color dorado que ha sacudido más de una tempestad. Su corteza se ha resquebrajado en muchos inviernos fríos y sus raíces vigorosas se tienen firme en el suelo tan que la tempestad la más fuerte no puede tumbarla. El tronco es tan vigoroso que el animal el más grande puede esconderse detrás. Ninguno en la selva sabe la edad real del árbol, y aunque ya no vive ninguno que había compartido la infancia y la juventud con la encina, ésta no se se siente solo por que muchos animales se refugian en su sombra. Debajo de sus raíces una familia de ratones ha hecho su casa y al pie del tronco un pueblo de hormigas incansables arrastra pinochas y cañas para coronar su hormiguero con una torre. El pájaro carpintero descubre muchos manjares debajo de la corteza estriada, y una rama árida le da la ocasión de mostrar su habilidad como carpintero. Dos ardillas, loco de alegría, se persiguen mutuamente en el follaje y de una cueva del tronco una lechuza medio dormendo parpadea con los ojos. Pero en lo alto, donde los ramos los más finos se estiran al sol, una bandada de aves migratorias prepara  gorjeando su viaje al sur. Así se debe imaginarse el lugar, donde ocurrió el suceso siguiente.  
     Alejado al norte el invierno se había hecho de repente su entrada con granizo y nieve. Los animales viviendo en aquella región no habían podido prepararse para la estación frío. Tenían que ponerse en camino hacia regiones más calidos para sobrevivir el invierno. Un pequeño grupo de fugitivos llegó también en el claro, donde estaba la vieja encina. Un topo, una familia de erizos con sus niños y dos conejos, extenuados de la marcha larga, pedieron techo y alimento. Los animales indígenas consideraban el claro como propriedad particular. No se alegraron por los forasteros. Temían de deber repartir sus provisiónes, pero no querían tener fama de ser duro de corazon. Por eso se lamentaron y simularon que ellos mismo no tuvieran alimentos suficiente y sus casas fueran demasiado estrechas para alojar huéspedes.      
     La encina sacudió enfadadamente sus hojas cuando oyó de las tonterías. Las plumas de la lechuza se erizaron. El pájaro sabo llamó de arriba : « No pensáis que dormo. Cierro los ojos durante el día por que la luz del sol me deslumbra, oigo pero todas las tonterías. Vosotros os cogeríais una indigestión si devoraráis todas vuestras provisiones por sí mismo». La controversia hizo callar a los pajaros. Se acordaron de la hospitalidad de cual habían gozado durante sus viajes. Habían visto mucho del mundo y sabían que especialmente los desvalidos reparten la última pieza de pan con los hambrientos. Primeramente tenían que calmarse de la indignación por la arrogancia de los vecinos, pero después contaron de los esfuerzos grandes, que habían tenido que superar en sus viajes hacia el sur, y la sed, que habían sufrido atraversando el desierto. Los animales indígenas no los habían rechazado jamás de su abrevadero. Los pájeros describieron con todo lujo de detalles también otros encuentros  y experiencias interesantes en los territorios extraños. Los otros animales no habían reflexionado jamás, que cosa habría sucedido a ellos si tuvieran que irse al extranjero y escuchaban atentamente al informe de los pájaros. Al fin y al cabo se avergonzaron por su egoísmo y dieron la bienvenuda a los nuevos vecinos.

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 17.02.2008.

 
 

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