Gerardo Caroso Cortes

El último canto de las ranas

El último canto de las ranas
 
¡Jamás creí que así sería mi último aliento! ¿Para qué intentar huir? ¿A dónde ir si no hay vida alrededor de mí? Solo siento miles de ojos sobre mí, no importa si son mis amigos o no, no hay vida en ellos, aunque prefiero verlos así, escuchar su silencio antes de los gritos de agonía que se escuchaban tras el paso el monstruo de metal.
Ese día, como muchos otros me encontraba cantando sobre el nenúfar más grande, les demostraba a todos los demás machos quien era el dueño del manglar.
Ya se aproximaba aquella época en donde todos perdemos el juicio, a veces lo recordamos,   a veces no, a veces puedes ver el fruto de tu esfuerzo vivir, otras veces solo mueres.
 
-¡Oye detente un momento!-
 
A veces solo recordamos breves momentos de la aventura.
 
-¡Escucha, Muuch! –
 
Siempre conseguía las mejores ranas de la zona, las más jóvenes, las más vivas. Seguramente todos me envidiaban.
De pronto caí al agua, mi amigo de toda la vida Aayin, un manso viejo cocodrilo, me había tirado al agua con la fuerza de su gran cola, argumentando que no le ponía atención.
 
-¿Has visto el vuelo de los pájaros? Jamás en Tajamar se había visto algo así, desde la visita de aquellas bestias se siente el viento distinto, se siente un mal presagio que lo acompaña. –
 
Sumido en mis pensamientos no lo había notado, pero mi amigo tenía razón, el viento sopla distinto, la belleza del paraíso de Tajamar está siendo oscurecida por una sombra de desgracia que se aproxima con sigilo.
 
Tajamar, mi hogar, el lugar donde la luz del sol atraviesa las ramas de los frondosos árboles sonoros de todas las tonalidades de verde, iluminando su húmedo suelo, como un resplandor divino, lugar de agua esmeralda, de los colores más vivos y brillantes en cada pluma de ave. Casa del dios sol, casa de la diosa luna, suelo de vida, el paraíso.
 
Todo mi hogar estaba siendo oscurecido con ese viento mortal desde la visita de ellos, los que viven alrededor del manglar que cada día se hace más pequeño con la presencia de los muros rígidos, detrás de los cuales se esconden las bestias. ¿De qué se esconden?
 
Finalmente el día llego, ese día en que se busca reproducir la especie, en que se demuestra el poder de una rana sobre otra.
 
El ritual comenzaba al ponerse el sol justo cuando el suelo húmedo comienza a brillar como oro con la luz, es cuando se empiezan a escuchar los cantos más profundos para invitar a las hembras a acercarse y elegir al portador de la voz que las haya cautivado.
 
Un canto pudo más que todas las ranas juntas, el canto de la destrucción que provenía de los muros rígidos, un rugido ensordecedor que hacía vibrar la tierra conforme se acercaba lentamente.
Yo no entendía por qué, nadie entendía por qué, pero ese monstruo de metal, el enemigo de la naturaleza, odiaba a la madre tierra, le había declarado la guerra y había venido como una plaga a destruir todo a su paso. ¿Acaso eso era un dios? Porque sólo un dios podía destruir algo con solo tocarlo, como lo hacía la feroz fiera. ¿Qué clase de dios era, que odiaba tanto la vida?
 
Muchos huían, yo no, yo no podía moverme, no sé si podían ver lo que yo veía en ese momento, que lo que fuera que pasaba por debajo de la fiera perdía su vida instantáneamente antes gritos de despedida. Después vi los pájaros, como volaban alto y lejos. ¡Cómo hubiera querido ser un pájaro en esos momentos!
Cuando noté su cercanía supe que no quería morir, que quería seguir platicando con Aayin en las mañanas, escuchar a las aves cantar en el día y mojar mi piel toda la noche, entonces le pedí protección a la tierra y me enterré en ella tan rápido como pude, pero no fue suficiente, sentí el monstruo frio tocar mi piel y supe que no sería en vano, pero la tierra hizo lo que pudo. No morí, pero sabía que mis patas traseras no se moverían nunca más. ¿Cómo iba a huir ahora?  
 
Finalmente cayó la noche, yo me quede totalmente inmóvil dentro de la seguridad de la tierra hasta que no escuché más el rugir del que arrancaba vidas y decidí salir. Tenía que encontrar a Aayin.
 
El paisaje era desolador, no solo muertas las ranas, muerto estaba todo en el mejor de los casos o agonizando en el peor. No tuve que arrastrarme demasiado entre los cadáveres para encontrar al viejo cocodrilo, cuando empecé a deslizarme sobre su sangre supe que era de él al momento y seguí el camino hasta encontrarlo. Estaba vivo, muy quieto como siempre, pero aún vivo. Me compadecí del dolor que sabía que estaba sufriendo en ese momento, yo al menos no sentía mis patas, pero sabía que él con el hocico totalmente hecho pedazos padecía una agonía.
Como pude subí a una de sus patas y le pedí que no dijera ni una palabra, que no llorara, que yo ya estaba con él para sufrir este desastre juntos y morir, morir cuando la madre naturaleza así lo quisiera porque ella no era la culpable, ahora sabía que también existía el mal, él ni siquiera volteo a verme y cerró los ojos como lo hice yo después.
 
Por desgracia desperté, no había soñado, no había sido un sueño. La destrucción era real. Aayin no estaba, pensé que al verme vivo no quiso que lo viera morir y se había ido.
El sol ya estaba en lo más alto del cielo, él se compadecía de nosotros, de los que aún vivíamos y quería acabar con nuestro sufrimiento secando nuestra piel con su poderosa luz acabando con este suplicio, ya que no había más arboles a nuestro alrededor dejándonos expuestos a los muros rígidos que albergaban a las bestias quienes eran seguramente las culpables de todo esto, pero yo no quería morir.
Intente enterrarme de nuevo, pero solo lo conseguí hasta la mitad de mi cuerpo e hice un esfuerzo para absorber la poco agua que aún existía en la tierra que también sentía dolor y moría.
Ese día concluí que no existía ni la madre naturaleza ni ningún dios bueno, porque ningún dios bueno hubiera permitido tanta devastación y sufrimiento.
 
Pasaron los días, no sé cuántos y no sé tampoco como los pasé, seguía enterrado, no quería ver la muerte a mí alrededor, pero quería vivir y salí a la superficie, había luz en el cielo, el olor a agonía era insoportable. Algunos cuerpos seguían expuestos, otros ya estaban un poco enterrados.
Sin pensarlo comencé a arrastrarme en dirección a los muros rígidos, ya no quería vivir pero al menos quería conocer a esos demonios desalmados que habían acabado con mi hogar y todo lo que conocía.
 
A lo lejos estaba Aayin, tenía un mejor aspecto, se estaba recuperando, me sentí bien por él, para mi desgracia mi caso era el contrario, cada vez tenía menos movimiento y control sobre mi cuerpo. El caminó tan rápido como un cocodrilo puede hacerlo hacia mí y de frente me dijo que se estaba recuperando que podía mover un poco el hocico, pero que no había podido encontrar comida, todo estaba muerto.
 
Con mis últimas fuerzas me deslicé hasta sus fauces, el al principio se negó, como se había negado mucho tiempo a comerme, pero al final abrió lo que pudo su hocico destrozado y me permitió el paso.
 
No morí triste, porque al menos lo último que había visto antes de morir habían sido sus lágrimas de cocodrilo.
 
 
 

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Veröffentlicht auf e-Stories.org am 03.12.2016.

 
 

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